Durante la Fiesta Nacional del Teatro, que se desarrolla en la capital chaqueña y que involucra a provincias vecinas como Corrientes y Misiones, se vieron otras obras, todas con aspiraciones trascendentes, que a veces se tradujeron en satisfacción para las plateas y en ocasiones dejaron sensación de carencia, pero eso va en gustos y las discusiones a la salida de cada función dan la pauta de que nada es absoluto.
El unipersonal Podestá, de Traslasierra, Córdoba, dirigida y escrita por Yanina Frankel y Rosalía Jiménez, en el que la actriz Gisela Podestá descubre a través de su abuela que es descendiente de la famosa familia Podestá, fundadora del teatro rioplatense a través de sus distintas generaciones, participa del género clownístico aunque también del manifiesto y lo documental.
Con datos que asegura auténticos, Podestá usa nariz de clown y enumera cómo se integraron esas generaciones desde la llegada del primer matrimonio portador del apellido a la Argentina, proveniente de Italia, su estadía en Montevideo, donde nacieron la mitad de los descendientes, muestras cómo fue el primer circo, la transformación del poema Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, en pantomima y luego en obra hablada, más la construcción del teatro porteño que hoy se llama El Nacional.
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El entusiasmo de la actriz es arrollador, parece tener influencias de Mónica Cabrera, pero su espectáculo es desmelenado, avasalla con datos parentales, reparte viejas fotografías de los Podestá entre el público, idolatra a la figura de Pablo, el loco de la familia, sin mencionar su lado oscuro, hace un alegado LGTBI sobre la identidad sexual de Blanca Podestá y añade algunos dardos improcedentes sobre personas que no conoce.
La artista debería saber que el empresario Carlos Rotemberg, al que no nombra, no es un maldito capitalista explotador que tergiversa el nombre de un teatro, sino una rara avis del espectáculo que invierte en salas teatrales, que ha sido solidario con elencos en peligro, que sostuvo económicamente sus complejos inactivos durante la pandemia y que, en plena dictadura ofreció, su sala Tabarís para que continuaran las funciones de Teatro Abierto cuando la sala original fue incendiada.
Por último, La bendición, de Chubut, es un largo monólogo de Silvia Araújo, a cargo de Alfaro Valente, con una pequeña intervención de Gonzalo Dato, en el que el actor se refiere a sí mismo en femenino y que narra las vicisitudes de su infancia y adolescencia pueblerinas como un Manuel Puig muy menor, con vuelo rasante y dificultades en la emisión de voz.
Con una visión pueblerina que no cuestiona como sí lo hacía Puig-, el personaje está largo tiempo arrodillado frente al altar frente a una Virgen y luego confunde a esa Virgen con Lady Di, a quien dice ver en sueños o suspendida de una nube; como el Patito Feo, ella decide ser una sirena y su mundo identifica lo femenino con lo ínfimo y fatuo, como si ser mujer fuera lo mismo que ser tonta.
Por si algo faltaba, el público, siempre dispuesto a acompañar con palmas cualquier momento musical que aparezca en escena, en la función ofrecida en Resistencia terminó rezando con devoción a partir de unas estampitas repartidas por el o la intérprete. Ver para creer.
Con información de Télam