Un día de octubre del año pasado, durante la verificación de rutina que se realiza cada vez que se cambia el combustible en uno de los 451 canales por los que circula el refrigerante del núcleo de Atucha II, el personal de Nucleoeléctrica Argentina S.A (NA-SA, empresa a cargo de las tres centrales nucleares que funcionan en el país) detectó una pequeña irregularidad que sugería que algo lo estaba obturando; el caudal era menor de lo que correspondía. La sospecha surgió porque una zona del núcleo estaba algo más caliente de lo esperado. Fue necesario bajar una cámara en el enorme recipiente de 14 metros de alto para ver qué pasaba: un “separador” (uno de cuatro cilindros de acero de alrededor de 15 kilos ubicados debajo del tanque del reactor) se había soltado y bloqueaba parcialmente uno de los conductos. Se sostenía entre el techo del recinto y la boca del canal por la fuerza del agua circulante.
Por precaución se decidió sacarla de servicio. En cuanto se detuvieron las bombas principales, el chorro perdió potencia y el separador, de 160 mm de diámetro (un tamaño similar al de un plato de postre) y 90 mm de alto (como nueve platos apilados) cayó al fondo del recinto.
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“Fue un desperfecto mecánico casi trivial. Algo que si uno lo tuviera al alcance de la mano, lo repara en dos semanas, incluidos los papeles regulatorios necesarios –dice José Luis Antúnez, ingeniero electrónico por la Universidad de Buenos Aires, miembro fundador del Grupo de Viena del Organismo Internacional de Energía Atómica y actual presidente del directorio de NA-SA–. El drama es dónde está. Este separador que se soltó de su soporte se encuentra en el fondo del tanque del moderador y del reactor, el lugar más inaccesible que uno pueda imaginar. En 1988, en Atucha I hubo una rotura dentro del reactor (parece premonitorio, pero justo hace unos días se presentó el libro sobre su reparación [Crónica de una reparación (im)posible, firmado por nuestros colegas, Jorge Sidelnik, Roberto Perazzo y el fallecido ingeniero Juan Carlos Almagro]). Se parece bastante a ésta, pero estaba dentro del tanque del moderador, un lugar que no digo que sea tan cómodo como abrir la puerta de la oficina, pero sí un poco más accesible. Igual que en el caso de Atucha I, la ‘receta’ que vino junto con la máquina dice que para acceder a este sitio hay que desarmar el reactor. Atucha II es la central más grande del sistema argentino, nos llevó más de tres años montarlo, y su recipiente fue [durante mucho tiempo] el más grande del mundo, incluidos los EPR (European Pressurized Reactors) franceses de 1600 MW. El nuestro tiene más diámetro y más altura. Tal como pasó con Atucha I, la fabricante planteó que se necesitarían alrededor de cuatro años para repararla. Así que la CNEA dijo ‘De ningún modo vamos a hacer esto. Muchas gracias, lo reparamos nosotros’. Y así fue. Sabemos lo que es montar este reactor. ¡Y lo hicimos sin radiactividad! Imagínese desarmarlo, sacar el núcleo, mandarlo a piletas, guardar la tapa del reactor y todos los mecanismos con radiactividad abajo agua... ¡Es un calvario interminable y además, costoso! Estimamos que tendríamos que invertir, aparte de los cuatro o cinco años, 400 o 500 millones de dólares”.
Dicho y hecho. Los científicos decidieron poner en juego el proverbial ingenio criollo sobre la base de lo que se había hecho en 1988. Para hacerse una idea de lo que entraña, en palabras de Antúnez, el método que diseñaron es algo que en términos médicos podría compararse con una laparoscopía, y en términos mecánicos, su especialidad, con reparar el motor del auto a través del orificio de la bujía.
“Vamos entrar al fondo del reactor por los canales de combustible sabiendo que nos vamos a encontrar con un ‘pequeño’ inconveniente: hay que cortar la pieza, porque mide 160 mm de diámetro y el orificio del canal, 108 mm–destaca–. De estos últimos cinco meses, empleamos el primero en rascarnos la cabeza para ver qué era lo que había pasado, después lo averiguamos y luego nos pusimos a pensar cómo sacábamos esta pieza de allí. Decidimos no soldar nada al piso, que podría haber sido una solución, para no introducir un elemento en un lugar donde no tiene que estar. Además, tampoco es un trabajo sencillo”.
En efecto, para retirar la pieza hay que cortar… ¡pero a 14 metros de distancia, bajo 11 metros de agua y en un entorno radioactivo! Eligieron dos métodos y los desarrollaron ambos. El primero, más simple, consistía en bajar una fresa con accionamiento hidráulico por el orificio de entrada para el canal de combustible, prensar el separador con auxiliares mecánicos ingresados por otros canales y fresarlo reiteradamente hasta poder cortarlo en tramos que pudieran extraerse.
“Lo ensayamos, anda perfectamente bien y lo tenemos como plan B, porque deja mucha viruta y no nos causa gracia dejarla en el fondo del reactor –explica Antúnez–, ya que va a ir a parar a los mecanismos de filtrado del agua y puede causar algún problema. De modo que optamos por la ‘electroerosión’. Es un método muy usado por los matriceros que permite realizar cortes de asombrosa precisión y limpieza; es decir, la viruta que produce el metal, como se hace en el marco de un campo eléctrico muy grande, queda reducida a unas bolitas cristalizadas de apenas 50 a 200 micrones (milésimas de milímetro)”, más o menos el grosor de un cabello.
En el mundo no había una herramienta adecuada disponible. Decidieron convocar a una pyme local, que asumió el desafío de fabricarla y se comprometió a hacer una especial para este caso.
Después viene la segunda tarea, sacar los trozos del separador. Para esto, bajarán por otro canal una herramienta “canasto” (que afectuosamente llaman “el camión de la basura”). Pasa por el orificio de 100 mm de diámetro y se despliega en el fondo. Una tercera herramienta, también diseñada ad hoc, toma los trozos cortados, y en varios viajes los deposita dentro del canasto.
Por último, hubo que desarrollar una mesa de trabajo. “Al cortar con electroerosión, se hace chispear un electrodo contra la pieza que uno quiere cortar –detalla Antúnez–. El electrodo es de un elemento muy conductor, para este caso hemos optado por el grafito. Entre el cuerpo a cortar y el electrodo se establece un campo oscilatorio de frecuencia relativamente baja. Como eso se acerca automáticamente, la gracia está en disponer de la electrónica necesaria para que cuando se percibe que la chispa está cortando, se mantenga subiendo y bajando el electrodo, bajándolo hasta que chispee y subiendo lo necesario para que no se corte el arco. La mesa de trabajo es para hacer eso. Entra plegada y se arma abajo, es una pieza de relojería también diseñada por nosotros”.
Por supuesto, además habrá que bajar cámaras que puedan funcionar adentro del reactor para visualizar toda la operación. A diferencia de las que se utilizaron durante la reparación de 1988, que duraban tres días y las lamparitas, que no resistían la radiación, las actuales soportan más de un mes.
Otro dato que hubo que tener en cuenta es que para subir el separador a la mesa de corte no se puede usar un electroimán, porque es de acero inoxidable (que no es magnético). “Recurrimos a la antigua ventosa –describe Antúnez–: lo vamos a mover mediante un instrumento de succión, como lo que uno usa para destapar la cañería en casa, pero de alta tecnología, porque es de un material resistente a la radiación y funciona con alto vacío. Tenemos que girarlo 90 grados y ponerlo arriba de la mesa trabajo. Y después una ventosa más chica retira las piezas junto con una pinza, las carga en el ‘camión de la basura’ y se la lleva”.
Los ingenieros y técnicos que diseñaron toda la operación prevén que producirá muy poca viruta, pero por si quedara algún resto problemático, también diseñaron una aspiradora con una manguera móvil que “provocaría la envidia de cualquiera que limpie su casa. Claro, lástima el costo –bromea Antúnez–. La apodamos ‘trompa de elefante’, porque puede ir para cualquier lado, incluso hacia atrás. El cabezal de electroerosión, la fabricó nuestro proveedor, J1PUMPS S.R.L, una pyme que es un producto más del desarrollo nuclear argentino que, como tantas otras, aprendió trabajando para el sector nuclear. Y el resto se hizo o en NA-SA o en Combustibles Nucleares Argentinos S.A (Conuar), que produce los elementos combustibles para las centrales y aleaciones especiales”.
Las centrales nucleares producen el 7% de la electricidad que brinda el Sistema Argentino de Interconexión; Atucha II, el 4%. Cada día que la central no funciona se pierden por lucro cesante alrededor de 800.000 dólares. Los fabricantes originales habían estimado que la reparación costaría alrededor de 400 millones de dólares. En cambio, aún contando los costos internos de NA-SA, la operación totalmente made in Argentina va a estar entre los 15 y los 20 millones de dólares.
Dadas las complejidades de esta misión, armaron un modelo a escala 1:1 para practicar cada paso. “Ya cortamos el primer separador con todo éxito –se entusiasma Antúnez–. Ahora vamos a ensayar el procedimiento de extracción y ya después nos vamos para el reactor a hacer el trabajo real. Todo el talento de NA-SA está aplicado a esto. Nuestras dos ramas de ingeniería (la de operación, y la de construcción y desarrollo) están íntegramente abocadas a esta reparación. Pero además, participa personal de operación y de mantenimiento. No falta nadie. Yo estimo que de las 3300 personas de la empresa, no menos de 400 participan en este proyecto”.
Antúnez no es partidario de adelantarse a los acontecimientos, pero si todo sigue como hasta ahora, en algunas semanas la central estará nuevamente en operaciones.