La estanflación llegó para quedarse

A poco de asumir el nuevo Presidente, poco afecto a los subterfugios, predijo que su ajuste provocaría un largo período de estanflación.  Lo que sí se sabe, es que aun en las proyecciones más optimistas los volúmenes potenciales de ingreso de divisas no serán suficientes.

25 de agosto, 2024 | 00.05

El debate público sobre el devenir de la economía, que como todo el discurso público es construido y orientado por los medios de comunicación y amplificado por las redes sociales, se centra en repetir que todo lo que sucede en el presente, la estanflación, es el resultado predecible de la promesa central del mileísmo de bajar la inflación.

El consenso dice algo así como que las buenas gentes del pueblo no se volvieron súbitamente militantes de la extrema derecha que hoy representa a los argentinos (sí, así “nos ven en el mundo”), sino que estaban agotadas por la inflación creciente y sostenida y, en consecuencia, votaron al único candidato que les prometió estabilizar los precios. La promesa era el absurdo de que la estabilización se conseguiría por la vía de la dolarización, pero en cualquier caso estaba implícito que bajaría la inflación. Fue “el único candidato” que representaba una alternativa contra la inflación porque enfrente estaba el macrismo, que había llevado la inflación un escalón más arriba que el tercer kirchnerismo, y Massa, que le hizo pegar todavía un salto más.

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Aunque la respuesta es primitiva, el consenso explica y deja tranquilo al inquisidor que, sin embargo, sigue preguntándose, al mejor estilo Corea del centro “¿qué nos pasó?” Quizá la verdadera pregunta de fondo sea por qué la sociedad volvió a elegir la receta de la destrucción del Estado que fracasa desde hace al menos medio siglo. Y la segunda respuesta de consenso es porque después de la derrota de las elecciones de medio término el gobierno del Frente de Todos quedó grogui y se ahogó en su propia interna.

Sin embargo, el último gobierno peronista fue mucho más que la vida privada de Alberto Fernández, el dato que explotará el adversario hasta el final de los tiempos. Fue el gobierno que condujo con éxito, medido en reducción de la mortalidad, la pandemia del Covid y que renegoció, también exitosamente consiguiendo nada menos que tres años de gracia, el inmenso endeudamiento dejado por la dupla Macri-Caputo. Todavía hoy se disfruta de esa prórroga. Se suponía que los tres años servirían para ordenar la economía y permitirían, a partir de 2026, seguir renegociando con normalidad los vencimientos, como lo hacen todos los países con relaciones deuda/PIB incluso más desfavorables.

Hoy parece anecdótico, pero luego de que el criticado Martín Guzmán obtuviera los tres años de gracia, el discurso público abandonó el problema. En vez de asumir que se estaba bajo un período extraordinario se prefirió fingir amnesia y se optó por funcionar como si el endeudamiento simplemente hubiese desaparecido. Por eso, y no solo con el diario del lunes, el gran error histórico del gobierno del Frente de Todos fue no avanzar en un plan de estabilización tras la derrota de las elecciones de medio término. Fue en este período cuando la interna se volvió más tóxica e inmovilizadora que nunca. El albertismo nonato por su indecisión patológica, y el cristinismo por destructivo, pujando hasta el final por evitar el reacomodamiento de los precios relativos, inmovilizando la gobernanza en ministerios tabicados, expulsando ministros y reclamando redistribución del ingreso en una economía estancada.

En semejante contexto ganó Javier Milei y su promesa de ajuste purificador, aunque en tiempos de campaña no se dijera explícitamente que la carga de los recortes caería sobre jubilados, provincias y empleados públicos de todo tipo, desde fuerzas de seguridad a médicos y maestros, no sólo sobre la presunta “casta”. Como es sabido, en la acción política siempre es necesario tener a quién echarle la culpa, desde inmigrantes a empresarios, “planeros”, políticos, etc. Lo que sí decía Milei explícitamente era que la obra pública, una de las acciones primordiales del Estado, era un robo y que terminaría con ella, o sea proponía que el Estado no invierta en infraestructura, no haga puentes, caminos, líneas eléctricas, que no haga escuelas ni hospitales, una de las partes de su discurso estrambótico sobre el que la sociedad decía “no, no lo va a hacer”.

A poco de asumir el nuevo Presidente, poco afecto a los subterfugios, predijo que su ajuste provocaría un largo período de estanflación. Como ya se vislumbra, la predicción era absolutamente correcta y hasta resultaba vivificante que un dirigente asuma que su tarea no era solo dar buenas noticias. Los ajustes que buscan cambiar precios relativos son por definición inflacionarios, porque se mueven al alza los precios básicos o relativos de la economía, como el dólar y las tarifas, pero excluidos los salarios, por eso las “buenas prácticas” en materia de ajuste siempre agregan un capítulo de compensación de ingresos, algo que, dado el sesgo clasista, el actual gobierno no hizo. Y los ajustes también son recesivos porque la caída del Gasto y de ingresos salariales significan contracción de la demanda agregada, lo que pone en marcha el círculo vicioso de la baja del PIB, caída de ingresos y más ajuste.

La razón de fondo, “verdadera”, para los ajustes son los desbalances de las cuentas externas. Por ello, aunque las funciones se hayan desvirtuado, se crearon los organismos multilaterales de crédito como el FMI, para asistir a los países con crisis de sus balanzas de pagos. Se supone que los ajustes son un momento correctivo. La sociedad que votó a Javier Milei comprendió esta dimensión y es el dato que, si se siguen las encuestas de opinión pública, sostiene el apoyo social al gobierno. Todavía manda el “hay que darle tiempo”.

Pero desde diciembre todos los indicadores que importan de la economía se deterioraron a una velocidad inusitada. Se desplomó el consumo masivo, la actividad económica está en un nuevo piso, aumentó el desempleo, la pobreza y la indigencia. El gobierno sostiene que a cambio bajó la inflación, pero esta es la gran mentira del presente. Por supuesto que la inflación bajó respecto de los niveles de los últimos meses de 2023, en tiempos de sequía y estrés electoral, y también desde el tremendo shock devaluatorio de diciembre, sin embargo, se mantiene en niveles mensuales altísimos. Su tendencia negativa en el margen sólo se explica por la profunda recesión y, especialmente, por el “ancla cambiaria”.

El balance preliminar es que el tiempo para la corrección comienza agotarse sin que se haya resuelto la razón por la que se recurrió al ajuste. Dicho de otra manera, el costo en recesión y desempleo y el esfuerzo en pobreza e indigencia no sacaron a la economía del punto crítico en el que se encontraba en diciembre y, aunque se corrigieron parcialmente, los precios relativos no se acomodaron. El problema central sigue siendo el mismo que antes del cambio de gobierno, la escasez crónica de divisas para sostener la cotización del dólar. Es aquí donde se hacen más evidentes las limitaciones teóricas del oficialismo.

Uno de los enemigos del discurso oficial es el keynesianismo, al que el grueso de los libertarios cita sin conocer. La teoría de John M. Keynes no vino al mundo como una herramienta para la promoción sin ton ni son del Gasto, sino como la sistematización de un nuevo modo de salir de las recesiones, el que ensayó Estados Unidos en los años 30. Dicho de manera esquemática, las recesiones representan un problema de escasez de demanda privada. La propuesta de política que se desprende de Keynes es que hasta recuperar el nivel de actividad –la oferta, la producción– lo que falta de demanda privada debe ser proporcionada por el sector público, es decir por la expansión del Gasto. Así conducen el ciclo económico todos los países que los libertarios admiran, empezando por Estados Unidos. En todo el planeta el manual de buenas prácticas para el momento de salir de una recesión aconseja el estímulo a la demanda. Si esto no se hace las recesiones, y el sufrimiento social que entrañan, se tornan innecesariamente muchísimo más largas.

Crítico de baja calidad del keynesianismo, el oficialismo espera que el RIGI se traduzca rápidamente en entrada de divisas e inversiones productivas, proceso que se vería reforzado por el nuevo blanqueo de capitales. La entrada de divisas mejoraría las cuentas externas, aportando a la estabilización, y la inversión productiva a la oferta. Claro que la inversión es uno de los componentes de la demanda agregada. Aunque el oficialismo crea que está mejorando las condiciones para la oferta bajo los postulados de la Ley de Say, el estímulo de la inversión es también una medida de estímulo a la demanda. Pero, pero, a diferencia de los que ocurre con el Gasto o la inversión pública (por ejemplo, las obras que “son un robo”), el comportamiento de la inversión privada está fuera del alcance de la voluntad gubernamental, puede ocurrir como no. Dicho de otra manera, no se sabe en qué medida ocurrirá y tampoco los (largos) tiempos de maduración. Lo que sí se sabe, es que aun en las proyecciones más optimistas los volúmenes potenciales de ingreso de divisas no serán suficientes para compensar la demanda de obligaciones externas que, desde el año que viene, y tras el fin del período de gracia en los pagos, deberá enfrentar la economía. Pensar que “el mundo”, léase un eventual gobierno estadounidense, proporcionará la diferencia, es naif. Como bien predijo en su momento el Presidente, la estanflación llegó para quedarse.