Este texto pretende hablar sobre la clase dirigente. No sobre una de sus expresiones, eso que suele denominarse “clase política” o, mucho mejor, sociedad política, sino sobre la clase que se encuentra en la cúspide de la sociedad civil, es decir sobre quienes dirigen algo que desde la política puede parecer más pequeño, pero que al final del día es lo fundamental: el proceso productivo. Nos referimos al gran empresariado.
La economía local está en problemas desde al menos el último cambio de modelo productivo que comenzó a producirse a mediados de la década del 70 del siglo pasado, es decir desde hace casi medio siglo. Sin hablar de los altibajos del ciclo largo, de los breves períodos de auge con algunos gobiernos, desde hace casi 50 años la economía local abortó su proceso de desarrollo más o menos autónomo, que por entonces se expresaba como industrialización sustitutiva, y consolidó su evolución como simple proveedor de materias primas y de manufacturas de origen agropecuario. Los tristes datos del balance comercial son bien explícitos.
Es verdad que la economía local nunca llegó a ser una exportadora industrial, no existió nada como una época dorada del comercio exterior, pero hasta mediados los ’70 se había intentado diversificar la estructura productiva pensando en el desarrollo integral. Es decir, en buscar un lugar propio en la división internacional del trabajo. Hasta entonces el Estado, a través de sus empresas públicas y la promoción sectorial, impulsó el desarrollo de las industrias básicas, desde la siderurgia al petróleo, y protegió sectores que se consideraban más o menos estratégicos por sus encadenamientos productivos y su efecto sustitutivo, como el automotor, la metalmecánica y hasta los textiles. En paralelo también desarrolló las empresas de servicios públicos que le permitían tener el control de los precios básicos de la economía, como las tarifas.
Este proyecto lo hacemos colectivamente. Sostené a El Destape con un click acá. Sigamos haciendo historia.
El fin de estas formas de Estado, llamados “benefactores o de bienestar”, en tanto también se ocupaban exhaustivamente de la seguridad social y la salud y la educación públicas, no fue un proceso exclusivamente local, sino global. A grandes rasgos, el auge del Consenso de Washington fue una consecuencia de la desaparición de la amenaza del comunismo, pero también de las transformaciones en la organización de la producción y la conducción del capitalismo global en manos de las grandes multinacionales, ahora más ávidas que nunca por liberalizar los movimientos de capitales y de mercancías bajo la tríada “apertura, desregulación y privatizaciones”. Lo que si fue una característica distintiva en el plano local fue la reversión del proceso de industrialización y la nueva reprimarización de la economía. A diferencia de otros países de la región, Argentina había iniciado un proceso de industrialización.
El punto clave en la economía local es que en el presente existe un solo complejo exportador. El dato no es novedoso, pero nótese que hasta en el balance cambiario que difunde mensualmente el Banco Central se hace mención explícita a los resultados con y sin las liquidaciones del sector agroexportador, dicho esto para no traer a colación el “dólar soja”. Dicho de otra manera, el grueso de las importaciones y los compromisos externos de la economía se deben enfrentar con los dólares del agro, dólares cuyo crecimiento potencial es bastante más limitado que las necesidades del conjunto de la economía. Sin volver a relatar historias conocidas, es por ello que cuando la economía crece y comienza a demandar más productos finales e insumos importados se produce el estrangulamiento externo, reaparece la escasez crónica de dólares y se retroalimenta el ciclo inflacionario. A ello se le agrega el problema derivado: la persistencia temporal de la alta inflación destruyó la función de reserva de valor de la moneda, por lo que también se necesitan divisas para resguardar el excedente. Sin reconstrucción de la moneda propia nunca se podrá terminar con la mal llamada “fuga de capitales”, que no es otra cosa que la “formación de activos externos”, es decir dolarización de los excedentes para escapar a la depreciación.
Siguiendo los argumentos el problema de la economía no es de ingresos y gastos del Estado, sino estructural. Si se quiere crecer y mejorar la distribución del ingreso deben desarrollarse nuevos sectores proveedores de divisas. En la coyuntura actual un camino posible se encuentra en el crecimiento, potencialmente explosivo, de los sectores minero, incluido el litio, e hidrocarburífero en todas sus formas, in y offshore. Piénsese por ejemplo en Chile cuyas exportaciones mineras, producidas en la misma cordillera que de este lado, podrían superar este año al total de las exportaciones argentinas totales ¿qué problemas podría tener el país trasandino para financiar sus importaciones y sus compromisos externos? Bueno, Argentina, además de la cordillera tiene hidrocarburos. Luego, estructuralmente, la mayor provisión de dólares es una de las condiciones necesarias para mantener estable el tipo de cambio y, estructuralmente, para contener la inflación. No debe olvidarse que estabilidad de precios y un dólar levemente apreciado también resultan claves si se quiere mejorar la distribución funcional del ingreso sin revolucionar la puja distributiva.
Podría pensarse que todas estas cuestiones no reflejan la urgencia de la coyuntura, pero efectivamente la crisis del presente es una consecuencia de no haber resuelto a tiempo los problemas estructurales. Y entre las razones “de largo plazo” de esta irresolución no hay “70 años de peronismo” o de estatismo, como parece creer el anarcocapitalismo que con tanto éxito se promueve desde los medios de comunicación a través de figuras esperpénticas, sino medio siglo de predominancia de políticas neoliberales que no impulsaron la diversificación de la estructura productiva y que, en cambio, condujeron un modelo que quemó stocks de capital público, multiplicó el endeudamiento externo y destruyo buena parte de las funciones del Estado.
Más allá de las urgencias del presente frente a una nueva crisis inflacionaria, revisar los verdaderos problemas estructurales resulta todavía más urgente.
Ello es así porque el gran empresariado, ese que conduce el proceso productivo, continúa sosteniendo la misma visión miope que abortó la industrialización y el desarrollo local. Esta visión se manifiesta en múltiples dimensiones, desde el conchabo de viejos economistas neoliberales para que repliquen los mismos planes que fracasaron reiteradamente durante las últimas cinco décadas, hasta el nuevo embate contra el Estado y las pocas empresas públicas que restan en pie. Aquí no pasó nada. La historia no existió.
Especialmente vergonzoso resultó esta semana el comunicado emitido por el Foro de Convergencia Empresarial de IDEA, que reúne a una porción de la alta burguesía, en el que se consideró al debate por el Presupuesto 2023 como “una oportunidad inmejorable” para “encarar una revisión exhaustiva de la estructura del Estado en todos sus niveles, incluyendo empresas públicas y organismos descentralizados”. Para estos empresarios de lo que sigue tratándose la acción política es de alcanzar un equilibrio fiscal por la vía del Gasto, no de los ingresos. En pocas palabras, todo consiste en que la crisis la paguen los demás, una idea bastante particular de “ceder”, no vaya a ser cosa que, después de haber sostenido con uñas y dientes al reciente gobierno que recondujo a la economía a los brazos de los acreedores externos, les aumenten algún impuesto. En sus propias palabras, de lo que se trata es de no “aumentar la carga impositiva sobre el sector privado (lo que) permitirá reducir la emisión monetaria, bajar la inflación, reactivar la economía y alentar la inversión y la generación de empleo”. De nuevo para el “Foro de Convergencia” la historia nunca existió.
Resulta difícil imaginar un empresariado peor. Pero debe quedar claro que los empresarios locales no son malos por tener un ansia desmedida de ganancias o por pretender ganancias extraordinarias. El afán de lucro, cualquiera sea su medida, forma parte la lógica universal de su comportamiento como actores. Un empresario sin voluntad de lucro no serviría como empresario en tanto sería rápidamente barrido por la competencia. Lo realmente negativo del empresariado local, lo particular, es su proverbial falta de visión de país y la ausencia de un modelo de desarrollo. Vale aclarar que a esta altura ya no se trata de soñar con replicar las experiencias de países como Corea del Sur o Noruega, sólo por citar a la bibliografía comparada, conformaría poder replicar las experiencias de algunos países de la región. Para el empresariado local, en cambio, sólo se trata de volver a repetir el modelo que fracasó una y otra vez durante las últimas 5 décadas. Y lo peor de todo es que existe la posibilidad real de que vuelvan a hacerlo. Un panorama descorazonador si agrega la falta de creatividad y los malos diagnósticos de la vereda de enfrente.-