Es muy sabido que el lenguaje esconde múltiples trampas, que las palabras son como caballos de Troya que llevan en su interior ideologías de contrabando: “Subió el tomate”, por ejemplo, es una frase muy común en nuestro hablar argentino, sin embargo, los tomates no suben ni bajan, no tienen esa facultad animada ¿Qué culpa tiene el tomate? Es evidente que lo que sube es el precio, y tampoco lo hace solo, siempre hay un agente, un sujeto, que en algún momento determinado decide subir los precios. Detrás de esa astucia se esconde la mano de los formadores de precios. En estos días nos hemos enterado que la secretaría de comercio interior detectó a once empresas alimenticias que hicieron escasear sus productos para especular con los precios, ahí tenemos un caso testigo de que la inflación está lejos de poder explicarse por el exceso de emisión como intentan explicarnos los economistas liberales ortodoxos. El problema inflacionario tiene una larga historia en el mundo y una presencia casi inaudita en Argentina.
El 4 de mayo de 1793, durante uno de los momentos más álgidos de la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre, con el apoyo de la Convención, promulgó la Ley del Máximo, mediante la cual se establecieron precios fijos a los alimentos para terminar con la especulación y la suba “criminal” de los precios. A los que incumplían con las requisitorias de esta ley los guillotinaban. Los revolucionarios fundadores de la República, no creían en dejar el mercado librado a sus propias fuerzas.
Esa entelequia llamada “Mercado” es tal vez uno de los grandes mitos de la cultura occidental. Los liberales, y todos sus herederos contemporáneos, siguen repitiendo la leyenda de Adam Smith de que los precios son regulados por una mano invisible que si se la deja en libertad tiende al equilibrio. Ese mercado ideal no existió jamás, de hecho, todos hemos podido ver a lo largo de la historia argentina de quien era esa mano y como se metía los billetes en el bolsillo.
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Según el antológico Ingeniero, Álvaro Alsogaray, que siempre hablaba de economía y que fue más de una vez ministro, la Ley de alquileres de 1921, durante el primer gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, fue la génesis del infortunio nacional. Aquella ley convalidaba una fuerte queja del conjunto de los inquilinos retrotrayendo el valor del alquiler al monto vigente en enero de 1920. Esta norma fue para Alsogaray el puntapié inicial de un largo período de violaciones de todos y cada uno de los paramentos liberales.
También podemos recordar las maratónicas sesiones en el Senado de la Nación donde Lisandro de la Torre, allí por septiembre de 1934, denunciaba a los monopolios extranjeros por fijar arbitrariamente los precios de las carnes argentinas.
El peronismo fue antilberal desde sus inicios y creyó fuertemente en las políticas de control de precios y regulación del mercado. El IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) fue creado en 1946 con el objetivo de regular los precios de los productos agropecuarios. Solo unos meses después se promulgó la Ley 12.830 cuyo eje central fue establecer precios máximos a los productos de primera necesidad. Su articulado detalla las mercancías susceptibles a ser incluidas en la ley: alimentación, vestido, vivienda, construcción, alumbrado, calefacción y sanidad. Asimismo, conservó la facultad de declarar el carácter “esencial” de cualquier bien o servicio que influya en el costo de vida popular. En su argumentación hay una expresa condena a los monopolios.
Todo el poder del estado se comprometió en esas medidas, y aún así, fue extremadamente difícil de implementar. Muchos productos comenzaron a escasear, se descubrieron galpones llenos de mercaderías escondidas en la espera de venderlos cuando subieran los precios, se incentivo la creación de un mercado negro para poder conseguir esos productos. La reacción del gobierno fue furibunda: hubo una campaña nacional contra el “agiotismo”. Con ese objetivo se creó una Policía económica, y las Unidades Básicas recorrían mercados controlando los precios. J.D. Perón desde el mítico balcón de la Casa Rosada se dirigió a la multitud y le declaró la “guerra a muerte” a los especuladores”. Como se puede ver en este archivo, había otras ideas sobre el dialogo.
El Golpe de 1955 dejó sin efecto de inmediato estas leyes, y argumentó que las causas de la inflación estaban en no dejar al mercado en libertad. Sin embargo la inflación ya no se detuvo, creció año tras año llegando a 113% durante 1959 en el gobierno de Arturo Frondizi.
Políticas serias de control de precios hubo durante varios gobiernos y siempre se enmarcaron en una enorme tensión social. El nuevo gobierno peronista surgido en 1973 sufrió los mismos inconvenientes de escasez programada de productos buscando el aumento del precio. La falta de azúcar, por ejemplo, fue crónica. Por eso no es casual que después del Golpe de Estado de 1976, el ministro de economía de la dictadura, José Alfredo Martinez de Hoz, en su discurso programático de asunción, haya puesto como uno de los ejes de su gobierno “la libertad de precios”.
Desde la recuperación de la democracia en 1983, hubo muchos intentos de control de precios que terminaron muy mal. El más exitoso de ellos, el Plan de Convertibilidad se estrelló contra la crisis del 2001.
La inflación no es un problema técnico, es uno de los nudos políticos más perdurables de nuestra historia contemporánea.