Existe consenso en calificar a La Libertad Avanza (LLA) como una expresión política de ultraderecha, a la vez novedosa y disruptiva. Al mismo tiempo también son muy reconocibles las continuidades con la derecha más tradicional. La economía es guiada por las ensoñaciones extremistas y dogmáticas de Javier Milei, pero en el día a día es conducida por los mismos funcionarios que fracasaron bajo el macrismo y, también, los que ya habían fracasado durante la primera Alianza. La continuidad se extiende al siglo pasado. Se volvió a entronizar a Carlos Menem y se reciclaron funcionarios rutilantes de los ’90, como el ya incalificable Daniel Scioli y el flamante Jefe de Gabinete, Guillermo Francos, que dicho sea de paso también fueron funcionarios inoxidables durante todos los gobiernos peronistas del siglo XXI, una revisión en el debe. Si no brillan en el gobierno ex funcionarios de la última dictadura militar es solamente por restricción biológica, no ideológica. Por más que el voto popular haya sido presuntamente “anti casta” la política local asiste a un nuevo capítulo del pasado que vuelve. Si fuese una película se llamaría “La casta, el regreso”.
Debe reconocerse la gran capacidad y versatilidad de las fuerzas conservadoras locales para reciclarse. Los últimos gobiernos populares fueron inequívocamente malos, esencialmente por su incapacidad para ordenar la macroeconomía, pero el macrismo y la Alianza fueron mucho peores y, sin embargo, contra viento y marea sus principales funcionarios están nuevamente en el poder. Es como si la sociedad no aprendiese jamás de sus errores. Personajes que salieron por la ventana o la puerta de atrás de la historia, como Caputo y Sturzenegger, regresaron triunfales, como si nada hubiese sucedido, a aplicar recetas similares con el mismo sabor agrio y un destino marcado.
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Pero esto es lo que ocurre fronteras adentro y no debería considerarse separadamente del auge global de las ultraderechas. Se trata de un fenómeno que puede leerse como una reacción a otro fracaso, el de las promesas de la globalización neoliberal que, tras la implosión del socialismo real, arrasó con los Estados de bienestar. La primera paradoja es por qué la insatisfacción por la ruptura de los Estados de bienestar se expresa en el presente como una reacción anti Estado. La respuesta a esta pregunta, al igual que su origen, supone abordar dos dimensiones, la primera son las transformaciones en el capitalismo global, la segunda, el impacto de estos cambios en una economía periférica como la local.
A nivel global se verifica como fenómeno el estancamiento del ascenso de clase, o la caída de la porción del ingreso nacional que se llevan los trabajadores. Ya no está garantizada la promesa tácita de la edad de oro del capitalismo de la segunda posguerra, la que decía que, con esfuerzo, los hijos vivirían mejor que los padres. Ininterrumpidamente tras la caída del muro de Berlín, los aumentos de productividad del capital fueron apropiados casi exclusivamente por la elite de los súper ricos que controlan las principales multinacionales del planeta, elite que además se las ingenió para hacer de sus necesidades individuales, pagar menos impuestos, políticas de Estado. El resultado fue el buscado, el desfinanciamiento de los Estados y el progresivo deterioro de sus funciones, que pasaron a ser parcial y excluyentemente cubiertas por prestadores privados en campos tan sensible como la salud y la educación.
Siempre a nivel global se produjo otro fenómeno complejo. Las izquierdas y las fuerzas progresistas dejaron de hablar de las contradicciones materiales. La lucha de clases fue subsumida por la nueva religión “woke”. Las luchas contra la explotación del trabajo humano y por el reparto del excedente fueron reemplazadas por los reclamos por los derechos de las minorías, un largo espectro que va desde el falso ambientalismo, el feminismo y movimientos como el “me too”, a las demandas de las minorías sexuales y raciales. Uno de los emergentes del nuevo fenómeno, inseparable del auge de las redes sociales como principal medio de comunicación, fue el nuevo ultra moralismo expresado por la cultura de la cancelación. La nueva norma de la izquierda y los progresismos fue: “no se discute sobre las contradicciones del capital, solo sobre libertades individuales. No tenemos proyecto económico y solo hablamos de derechos de minorías”. El auge de las ultraderechas nace primero de la insatisfacción por el incumplimiento de las promesas de prosperidad de la globalización, pero inmediatamente como una reacción contra su cultura: la nueva religión woke. De esto habla la ultraderecha cuando reivindica su “incorrección política”. La corrección es el moralismo woke. Y contra este moralismo reaccionan los Trump, los Bolsonaro y los Milei, aunque sus visiones económicas sean muy diferentes.
En el discurso ideológico de la derecha local estos fenómenos pueden verse en la reacción contra la mal llamada “ideología de género”, contra las distintas expresiones del feminismo y su énfasis en intervenir el lenguaje, o contra el discurso anti desarrollo del falso ambientalismo. Nótese, por ejemplo, que el apoyo a Milei es muy superior entre hombres que entre mujeres, lo que habla de nuevas grietas. No obstante, estos discursos hubiesen pasado inadvertidos si no se hubiesen vuelto centrales en el debate político cuando el contexto del mundo material, cotidiano e inmediato, era el de una creciente insatisfacción económica. Cuando los sectores más pobres y excluidos de la sociedad empatizan con estas ideas expresan en realidad una reacción contra las minorías acomodadas que las representan. Y cuando Milei habla de “casta” empatiza con esta reacción social.
Pero el fenómeno Milei no es solo reacción. Es necesario detenerse nuevamente en el mundo material, un mundo muy distinto al de la época de los Estados de bienestar y la industrialización sustitutiva, un mundo en el que la clase obrera sindicalizada, de cuello azul o de cuello blanco, es hoy una minoría. Y mientras los progresismos siguen hablando de los derechos para esta minoría, las mayorías son los informales precarizados que en los derechos de los formales sólo ven privilegios. Para el trabajador de Rapi, de Uber, para el que escribe software para el exterior o para el que terceriza la producción de ropa que vende en ferias, el Estado sólo representa una interferencia, una gran traba de la que hay que escapar. A estas mayorías que viven en la verdadera jungla del mercado Milei les habló de libertad y riqueza, de la utopía de la libertad para “emprender” sin que nadie los fiscalice y poder volverse ricos sin ser moralmente cuestionados. Milei aprovechó “el resentimiento” de todos los que se quedaron afuera de “la casta de los trabajadores formales” y que solo esperan que el Estado les dé una moneda estable y seguridad, porque todo lo demás hace rato que lo tienen que pagar.
Que hoy gobierne la ultraderecha es un síntoma de la falta de proyecto de las fuerzas nacional populares, que perdieron las elecciones porque dejaron de representar. Frente a los cambios globales y locales en la organización de la producción se insistió en la creencia de que, para conducir la economía, alcanzaba con la voluntad política, un imposible en un mundo con libre movilidad de capitales. Pero lo que no tardará en percibir el conjunto de la población cuando desaparezca el aura libertaria es que el Estado no eran solo las interferencias o el pago de impuestos. El extremismo pendular de querer vivir sin Estado comenzará a sentirse en la profundización del deterioro de la infraestructura y de los servicios básicos que todavía se prestan, pero este es otro capítulo.