Los años ’90, increíblemente reivindicados en el presente, significaron la consolidación de una profunda transformación de la sociedad y la economía. Hablamos de un proceso de largo plazo al que se le puede poner fecha de inicio en 1975, con el “rodrigazo” y el inmediato advenimiento de la última y más sangrienta dictadura militar pocos meses después, en marzo del 76. Ya en el nuevo siglo, tras décadas en que la inestabilidad macroeconómica se volvió agobiante, la clave para recordar y reivindicar los ’90 fue “la convertibilidad” y su transitoria estabilidad con revaluación de la moneda.
Para las clases medias que quedaron dentro del sistema fueron años de gloria. Baja inflación y dólar barato son siempre sinónimo de alto consumo e importaciones, incluidas las de servicios turísticos. Pasó con Martínez de Hoz a fines de los ’70 y se repitió con la dupla Menem-Cavallo a mediados de los ’90. La frase que inmortalizó estos tiempos fue el “deme dos” de los argentinos viajando por el mundo con los bolsillos repletos de dólares.
Mientras tanto, lo que ocurría detrás del escenario en el que los incluidos bailaban la fiesta del consumo importado no parecía importarle a nadie, pero era, literalmente, un desastre. Se “desguazaban” (otra palabra de época) los restos de lo que había sido el Estado de bienestar. El desguace fue multidimensional, no sólo se desarmaban las funciones del sector público que por entonces se consideraban todavía esenciales, como la salud y la educación, sino el patrimonio acumulado por generaciones. Si alguien señalaba el fenómeno, la respuesta inmediata era: “te quedaste en el 45” (por el primer peronismo). Para colmo en el 89 había caído el Muro de Berlín, es decir había implosionado el llamado “socialismo real”. Efectivamente, el desarme del Estado del Bienestar y la reproletarización de las clases medias no eran solamente fenómenos locales, sino globales. Pero a diferencia, por ejemplo, de los países europeos, Argentina se tomó muy en serio el desarme de las funciones estatales y la enajenación de su patrimonio. Y lo hizo acompañando el proceso con un fenómeno que suele ser típico de los países periféricos: el alto endeudamiento en divisas, lo que siempre le pone fecha de caducidad a cualquier proceso político.
Retomando la reivindicada convertibilidad, la fijación por ley del tipo de cambio sirvió para frenar la inflación durante algunos años, pero dado que la economía no aumentó la generación de divisas genuinas, la estabilidad cambiaria se logró con ingresos de dólares del exterior, primero por la privatizaciones de las empresas públicas, que también generaron un flujo de inversiones sectoriales, y luego, cuando quedaba poco por privatizar, con la multiplicación del endeudamiento externo, lo que en la vida cotidiana significó quedar bajo la férula del FMI, de su burocracia y sus políticas. Mientras ello sucedía se desarticuló el viejo modelo de industrialización sustitutiva sin construir actividades equivalentes que absorban a los nuevos desempleados de los sectores que se destruían. El resultado fue el aumento no sólo de la desocupación, sino la consolidación de un fenómeno por entonces nuevo: la “exclusión”, fenómeno que constituiría la base de los mal llamados “movimientos sociales”, que no fueron otra cosa que la organización, inicialmente virtuosa, de los trabajadores excluidos que, tiempo después, funcionarían durante décadas como la principal herramienta de contención social para el avance del proceso de destrucción del Estado. Quien tenga dudas puede repasar la relación entre “movimientos sociales” y macrismo. El dato resultante es que a medida que se desarticulaba la economía formal se rearmaba una economía informal de peor calidad y representación política, pero que reconfiguraba la estructura de clases.
Si algo demostraron los últimos acontecimientos de la vida política local es que la idea de “memoria social” es una creación intelectual. Las mayorías sociales no parecen actuar con memoria de los procesos históricos. La convertibilidad se terminó en diciembre de 2001 luego de la larga recesión iniciada en 1998. Y nadie parece recordar que su fin se debió a que, luego del fracaso del Megacanje para reordenar el endeudamiento externo que crecía al ritmo del interés compuesto, se cortó el flujo de ingreso de divisas, que era el flujo que permitía sostener un nivel de tipo de cambio que no reflejaba ni la productividad de la economía ni la consistencia de la macroeconomía.
Y tampoco parece recordarse que cuando la convertibilidad comenzó a evidenciar su inviabilidad de largo plazo fue también cuando comenzó a hablarse de “dolarización”, una suerte de “convertibilidad plus” o etapa superior. La dolarización es entonces una “idea zombi”, el sueño de mochar la política monetaria, una de las dos patas de la política económica, es decir de las herramientas del Estado para conducir el ciclo económico. ¿Pero por qué un Estado querría autolimitar su poder? Una respuesta posible es que el verdadero sueño de las élites locales surge de sus ambiciones. “Achicar el Estado” nunca fue “agrandar la Nación”, como proponía el eslogan de la dictadura, sino facilitar el destino de “colonia prospera”. En términos más generales, las clases dominantes locales, auxiliares de las hegemónicas de los países centrales, no aspiran a ninguna interferencia sobre el lugar del país en la división internacional del trabajo. Su ideal sigue siendo el pacto Roca – Runciman, ser proveedores de materias primas e importadores de todo lo demás, un destino latinoamericano. En las últimas décadas existió una restricción para lograrlo, la complejización de la estructura de clases gestada durante la industrialización, parcialmente representada por el peronismo. El dato nuevo es el debilitamiento de esta restricción.
En la secuencia histórica de transformación, la crisis del 2001 dio lugar a una anomalía, la experiencia kirchnerista, un intento tardío de frenar el destino neoliberal. Montado en el súper ciclo de las commodities, los altos precios para los productos de exportación locales, y el hartazgo social con el fracaso todavía reciente de la convertibilidad, el kirchnerismo reconstruyó un modelo de poder alternativo, pero bajo la persistencia de una suerte de voluntarismo histórico. La idea de que para transformar la economía alcanzaba con elegir el lado correcto, el del bienestar de las mayorías. Antes que la transformación de la estructura productiva parecía estar la voluntad. Primó una suerte de desprecio por la teoría económica y los economistas. Las leyes económicas no existían, primero estaba la voluntad política de luchar contra los malos. El problema fue que sin transformación de la estructura productiva y sin un modelo económico consistente el auge sólo duró hasta el cambio del ciclo de las commodities, que comenzó a expresarse con la crisis estadounidense de 2008-2009 e irrumpió con la reaparición de la restricción externa a partir de 2011. Lo que sigue es historia conocida, pero el fracaso de esta experiencia en resolver los problemas básico de la macroeconomía, que aunque no se la vea siempre está, fue lo que posibilitó que vuelvan a reinar los espejitos de colores del neoliberalismo.
El ex panelista televisivo y caricaturesco actual jefe de Estado declaró cada vez que pudo que Domingo Cavallo, “el padre de la (fracasada) Convertibilidad”, fue “el mejor ministro de economía de la historia”. No es casual que su aspiración sea repetir sus fórmulas adaptadas a la nueva coyuntura. En concreto: Financiar una convertibilidad plus, la dolarización, mediante una nueva enajenación del patrimonio público reconstruido bajo los gobiernos kirchneristas, empezando con “la plata de los jubilados” (a la que la prensa corporativa ya no llama así…), es decir con las participaciones accionarias del fondo de garantía de sustentabilidad de la Anses, y siguiendo con el resto de las empresas públicas, muchas de ellas también recuperadas accionariamente durante el kirchnerismo, como Aysa o YPF, o reconstruidas en lo que va del siglo, como las estratégicas empresas de producción para la Defensa. Dicho de otra manera, el presidente distópico intenta reconstruir, bajo una forma más extrema, un esquema macroeconómico que ya fracasó y que, por supuesto, volverá a fracasar, no precisamente por la mítica resistencia popular en retirada, sino por su propia inconsistencia.
Probablemente el fenómeno más notable del presente sea que la sociedad siga creyendo que los ajustes fiscales, por sí solos, y la destrucción del Estado, representan alguna solución. Sería el equivalente a creer que un modelo de cepo cambiario funcionará en el futuro cuando nunca funcionó en el pasado. Las leyes económicas existen. Es una historia triste sentarse a esperar que la desgracia previsible finalmente ocurra.
El balance preliminar es político. La reciente aprobación en general en Diputados de la ley ómnibus con título, y sólo título, alberdiano es un reflejo de la consolidación del bloque histórico que aspira a la “colonia próspera”. El bloque está constituido por la Embajada estadounidense, la gran prensa, las grandes entidades empresarias, el radicalismo residual descontadas excepciones, el macrismo, los poderes económicos de las provincias y la amorfa sumatoria de personajes variopintos que integran LLA. No es el mismo bloque que sostuvo al macrismo, porque todavía no suma al poder sindical ni a una porción del peronismo, pero es mayoritario y está consolidado, es la expresión de la larga historia iniciada en 1975, que desarticuló un modelo de país, y también de la heterogénea nueva estructura de clases generada por este proceso histórico. Es la triste expresión de la nueva Argentina. Su continuidad y cohesión dependerán de la tasa de inflación de 2024