La estrategia del poder económico global y local que lleva adelante “el loco” Javier Milei es sumamente racional, aunque no guste escucharlo. En principio no tendría nada de original. Podría leerse como un nuevo capítulo, contemporáneo, de “La doctrina del shock”, de Naomi Klein, texto previsiblemente desdeñado como “antiglobalista”. La tesis central de Klein es que las grandes crisis del tipo que fueren, económicas, guerras o desastres naturales, dejan a las sociedades en estado de shock y, consecuentemente, vulnerables para aceptar transformaciones profundas en su organización. Modificaciones que, en circunstancias normales, no aceptarían. En su obra Klein se refería a las típicas reformas “neoliberales”, otra palabra descriptiva que se pretende desdeñar, cuyo eje siempre fue el desguace del patrimonio público y de las funciones del Estado en aras de una imaginaria libertad económica, entendida como libertad absoluta para el capital.
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Lo novedoso del gobierno de Milei, en los términos de la tesis de Klein, es que le agrega shock al shock, con lo que provoca un doble aturdimiento que apenas da tiempo para procesar la inmensa batería de legislación largamente pergeñada, con tiempo de sobra, por los estudios jurídicos corporativos.
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El gobierno de Mauricio Macri se tuvo que conformar con el “gradualismo” porque CFK no se fue por la ventana, sino con una plaza llena. No le heredó una crisis. No había aturdimiento social. Luego, gracias a ello, el dedo de la ex presidente pudo liderar el reemplazo de la fallida experiencia macrista. Existía la memoria histórica del bienestar, dicho esto sin abrir el debate de cuándo comenzó a producirse el cambio de tendencia de los indicadores del período 2003-15.
El final del reciente gobierno del Frente de Todos fue muy distinto. Su característica central fue la impotencia. Ninguna transformación era posible por falta de poder. Las internas interminables contribuyeron a la traba permanente del gobierno. La misma falta de poder real y también de voluntad de poder es la que probablemente explique que, tras la derrota de las elecciones de 2021, no se haya implementado un programa de estabilización. Agréguese que los críticos internos continuaron limando a su propio gobierno, pero a la salida del primer ministro de Economía no tuvieron ni sujeto, ni programa de remplazo, apenas el rechazo trotskista al acuerdo con el FMI y vaguedades sobre “fugadores” y “formadores de precios”.
En abierta contraposición al pasado inmediato, el nuevo gobierno es todo lo contrario. Si a Alberto Fernández se le recriminaba “no usar la lapicera”, en poco más de dos semanas Javier Milei ya gastó varias. Para quienes consideran que el camino de la actual administración es equivocado esta aceleración puede resultar insoportable, a sus votantes, en cambio, les parece fantástico que su presidente gobierne con mano de hierro. Argentina nunca dejó de ser un país presidencialista.
Milei asumió sin experiencia alguna de gobierno, sin cuadros propios y con notables minorías legislativas, en cantidad y calidad. Si seguía la lógica de funcionamiento del gobierno precedente estaba irremediablemente condenado al fracaso. Ninguna legislación le sería aprobada. Sin embargo, a diferencia del gobierno del Frente de Todos, Milei cuenta con dos grandes activos: una férrea voluntad de poder y un programa claro y definido.
Su programa carece de novedad, es el sempiterno de las corporaciones: desmontar el Estado y, con la excusa del déficit, apropiarse y repartir el patrimonio público entre las empresas patrocinadoras. No se está frente al necesario programa de estabilización macroeconómica, sino frente a un plan de negocios junto a un intento de disciplinamiento social y destrucción cultural. Sus consecuencias serán nefastas y seguramente, como ocurrió con la última dictadura militar y con las reformas estructurales de los ’90, también tendrán un alto grado de irreversibilidad. Tanto el mega DNU como la “ley ómnibus” enviada al Congreso representan un intento para cambiar de raíz el funcionamiento de la economía, pero también para transferir al presidente la suma del poder público.
Estas pretensiones son ilegales e inconstitucionales, tanto para el Poder Legislativo como para el Ejecutivo. Es una redundancia decir que pasan por encima de todos los valores republicanos que el poder económico siempre se jactó de defender. Sin embargo, combatir la revolución antiestado y antiderechos que cuenta con el cerrado respaldo de la casta económica más poderosa limitándose a las vías judiciales o buscando los defectos de rigurosidad formal sería una muestra de gran ingenuidad. Tan ingenuo como sentarse a esperar que la destrucción de los ingresos de las mayorías funcione como catalizador del descontento. El descontento, que se volverá insoportable en pocos meses, necesitará conducción. Y la conducción debe tener objetivos que superen la suma de los reclamos sectoriales. Milei asumió el poder y aceleró a fondo, con lo cual aceleró también los tiempos de todas las dirigencias.
Su movida principal y astuta fue jugar con el doble aturdimiento, el del hastío con la inflación de tres dígitos y la impotencia del gobierno saliente, y el del envío de una catarata de DNUs unidos en uno solo, más otra catarata de leyes refundantes unidas en una sola, con la esperanza de que en el fárrago pase el grueso, dejando jirones menores en el camino de la negociación. Sin embargo, las cacerolas en todo el país fueron una señal poderosa e inesperada de que la sociedad, aunque todavía aturdida y vulnerable, no está en retirada. Y la peor noticia, la vieja CGT, el movimiento obrero organizado, salió de la modorra y declaró el primer paro nacional con movilización para el próximo 24 de enero. La síntesis provisoria es que la revolución ultraliberal está en marcha, pero también que no habrá intentos de disciplinamiento que puedan contra el descontento. El nuevo poder ya sabe que la sociedad está presente y que no le será posible gobernar como si no existiese.-