El año electoral ya ha comenzado con elecciones internas, pronto tendrán lugar las primeras contiendas generales provinciales y en octubre vendrá el plato fuerte con la elección presidencial a nivel nacional. Tal como viene señalando gran parte de la ciencia política desde hace más de medio siglo, en la etapa de precandidaturas, donde priman el debate y la “rosca” interna, los aspirantes tienden a jugar cartas fuertes, hasta extremas, en busca de capitalizar los apoyos de su sector. Es luego de las internas cuando van a buscar una imagen más moderada, que ocupe el centro del barómetro político y permita ganar una elección que, en sistemas de doble vuelta, no necesariamente tiende a favorecer al candidato más querido sino muchas veces al menos odiado –lo que no es lo mismo-.
En este contexto, es esperable que en las próximas semanas y meses leamos muchos exabruptos políticos y presenciemos la exteriorización de las disputas internas de maneras no del todo elegantes. No debería sorprendernos que empiecen a pulular operaciones de prensa –o de prensa / inteligencia, o incluso de prensa / inteligencia / lawfare-, donde se tejan alianzas coyunturales extrañas entre miembros de distintas coaliciones que peleen por ganar espacios en las internas o, en el caso de las elecciones legislativas, por ocupar lugares expectantes en las listas de candidatos.
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En el juego de los extremos, quien más tiene para ganar es siempre la oposición –en esta elección y en cualquier otra-: es mucho más fácil articular un discurso desde los defectos del otro que desde los méritos propios; es mucho más sencillo criticar que felicitar; es muchísimo más práctico políticamente prometer que justificar. En los oficialismos –y más cuando se trata de regímenes y contiendas con posibilidad de reelección- los posicionamientos en las precandidaturas deben ser más cuidadosos: no criticar nada implica conceder ante el rival interno, criticar demasiado puede ser visto como un acto de traición, buscar una virtuosa salida por arriba no siempre es sencillo. En las oposiciones, gana más el que mejor pega, y eso lleva a una competencia por quién pega más fuerte.
O al menos eso es lo que parecía estar sucediendo hasta esta semana en la Argentina: en la principal coalición opositora, Juntos por el Cambio, los candidatos a los distintos cargos ejecutivos se peleaban por quién era más opositor, y tensionados por el surgimiento de un espacio de extrema derecha encabezado por Javier Milei, se preocupaban por extremar su discurso para restarle votos a este. Así, lo que en su momento se planteó como una división entre halcones y palomas al interior del PRO, donde el jefe de gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta y la exgobernadora de Buenos Aires y actual diputada porteña María Eugenia Vidal encabezaban el segundo grupo y la exministra de Seguridad Patricia Bullrich el primero, se fue desdibujando hacia una interna solo de nombres, no tanto de proyectos.
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Esto ha llevado a la paradójica situación de que, efectivamente, en los distritos sin segunda vuelta electoral –todas las provincias, con excepción de la Ciudad de Buenos Aires y Tierra del Fuego- la presencia de Milei o de expresiones competitivas de extrema derecha pueda terminar siendo beneficiosa para el peronismo y perjudicial para el macrismo. Esto condujo a algunos exabruptos políticos, como los pronunciados por el diputado radical por la Ciudad de Buenos Aires pero más interesado en la Provincia de Buenos Aires que en su propio distrito Martín Tetaz, quien permanentemente invita a Milei a competir en las internas de Juntos por el Cambio o se entusiasma halagándolo.
Decimos “hasta esta semana” porque Horacio Rodríguez Larreta pateó el tablero, al menos en lo formal, el pasado miércoles 22 de febrero al lanzar su precandidatura presidencial con un llamado al diálogo y a superar las grietas. Se trata del mismo Rodríguez Larreta que, luego de un 2020 en el que, en el contexto de la pandemia, se mostró abiertamente dialoguista e incluso participó de las primeras conferencias de prensa que anunciaban el establecimiento del ASPO, comenzó a extremar su discurso opositor en 2021 en ocasión del litigio por la apertura escolar y profundizó esa línea durante todo 2022, con énfasis en el debate por la coparticipación. Incluso tuvo un tibio acercamiento al diálogo en ocasión del atentado contra Cristina Fernández de Kirchner, en septiembre, que luego viró hacia un discurso más beligerante aun.
Pero, a su vez, por el momento el mensaje dialoguista no se traduce ni siquiera en atisbos de políticas públicas diferentes, sino solo en un estilo de conducción política y de relación con los otros espacios políticos, en particular el oficialismo. De hecho, el propio Rodríguez Larreta lanzó su programa económico en el mes de octubre pasado, a cargo de Hernán Lacunza –el último ministro de Hacienda de Macri-, a lo que luego se sumó de manera efusiva Martín Redrado. En este documento se señala claramente que el camino a seguir, en caso de ganar las elecciones, será un fuerte ajuste con forma de shock, la pretensión de un regreso voraz a los mercados internacionales de deuda y las reformas laboral y previsional que el gobierno de Macri no pudo implementar.
Es decir, si bien en lo político el discurso de Rodríguez Larreta refiere al diálogo, a la unidad, e incluso el diagnóstico del fracaso político del ciclo 2015-2019 en algunos comunicados parece asociarse al exceso de confrontación –así lo expresó recientemente Esteban Bullrich en una respuesta a su homónima Patricia-, en términos económicos el espacio del jefe de gobierno porteño comparte con el de los halcones la idea de que el fracaso se debió a los obstáculos presentados por la oposición de aquel momento –básicamente el kirchnerismo- a la implementación de un plan económico sólido y consistente, ante lo cual solo se pudieron hacer reformas parciales que terminaron penando precisamente por sus defectos, y no por sus excesos.
De hecho, las plumas económicas del macrismo –tanto quienes ocuparon cargos de gestión como quienes no lo hicieron, y que hoy se vinculan a ambos espacios internos- sostienen permanentemente lo mismo. Es más, del ya clásico punto de quiebre el día después de las PASO de agosto de 2019, luego de lo cual los mercados habrían descontado el regreso del kirchnerismo y por eso sería Alberto Fernández el responsable de lo sucedido desde entonces y hasta el 10 de diciembre, muchos han pasado a marcar el quiebre en diciembre de 2017, primera gran movilización social contra el gobierno, a partir de lo cual, al verse este impedido de hacer las reformas necesarias por la virulenta oposición política, la economía habría empezado su fase descendente.
En este sentido, podemos afirmar que la máxima que planteamos al inicio, según la cual en la etapa de precandidaturas hacia elecciones internas los contendientes tienden a exacerbar sus posiciones, se está manteniendo. Que, de hecho, las pocas autocríticas que se pueden leer por parte de los exfuncionarios del macrismo respecto de su gestión se refieren a la capacidad política o a las estrategias para buscar tanto alianzas como legitimidades sociales –es decir, a la gobernabilidad- y no al contenido de las medidas implementadas. Que para todos ellos sigue siendo negocio hacer malabares discursivos para que parezca que nunca han sido gobierno. Que la autocrítica en serio es un gesto de debilidad en tiempos en los que lo que el espectro electoral al que deben apuntar lo que reclama es firmeza, dureza e irreverencia.
Debe quedar claro que las formas importan, y que de hecho las formas no son inescindibles del contenido: Rodríguez Larreta y Bullrich no son lo mismo, en la medida en que no dicen lo mismo. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que mientras la interna se vuelve virulenta en términos de la construcción política y la relación que debe tomarse frente al gobierno -y en particular frente al kirchnerismo-, el programa propuesto, especialmente en el terreno económico, sigue girando cada vez más hacia la exacerbación, y es cada vez más indistinguible no solo el de cada uno de los bandos, sino también del que viene pregonando Milei.
Dependiendo de los resultados de la interna, sea que esta se resuelva antes de las candidaturas o se termine dirimiendo en las PASO, solo recién después de su conclusión es que quizás podamos ver un giro concreto en la campaña, más centrípeto y menos centrífugo, similar al que Mauricio Macri implementó en 2015 luego de la victoria por escasísimo margen de Rodríguez Larreta frente a Martín Lousteau en el ballotage porteño. Pero no lo sabemos. Sí parece ser seguro que al menos hasta que Juntos por el Cambio cierre sus listas, y sobre todo si los espacios de ultraderecha siguen compitiendo por fuera, los diagnósticos y las propuestas de políticas públicas, y en particular en lo económico, serán cada vez más extremas.