El tema de conversación de la semana entre los economistas que se dedican a la consultoría, especialmente entre quienes tienen clientes del exterior, fue la dolarización. Aunque no en profundidad, en El Destape ya se trató la cuestión en 2021
Hoy el acecho continúa y continuará, pero la razón de que haya sido el tema de la semana no fue el horrible 7,7 por ciento de la inflación de marzo –un shock que, décimas más, decimas menos, se esperaba y que se cristalizó recién el viernes– sino una lógica primero política: La crisis al interior de la oposición significó la profundización de una tendencia que, hasta ahora, parecía monopolio del oficialismo: la fragmentación.
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Los dueños del dinero estaban tranquilos, dado el actual escenario del oficialismo descontaban un triunfo opositor. Sin embargo, frente a las nuevas tensiones disparadas a partir del abandono de Mauricio Macri y la ruptura de Horacio Rodríguez Larreta con el “ala dura”, lo que hasta ayer era sólido –una oposición unificada– se desvaneció en el aire. El resultado fue que Javier Milei, el candidato esperpéntico inventado por los medios de comunicación a fuerza de miles de horas frente a las cámaras con el objetivo de bajar línea antipolítica y antiestado, comenzó a materializarse como una opción presidencial potencialmente real. La hipótesis no es delirante, frente a una generalizada fragmentación del voto, el anarcocapitalista podría colarse en un balotaje y saltar de allí a la presidencia. Vale recordar que antes de la primera vuelta de 2015, la posibilidad de un triunfo de Macri también parecía distópica.
En una realidad cambiante, una de las capacidades necesarias para mantenerse dentro de la elite del poder económico es prever y anticiparse a los hechos, por eso no fueron pocas las consultoras que, a pedido de sus clientes, debieron hacer esta semana evaluaciones sobre lo que significaría una dolarización ¿Por qué? Porque es lo que se prevé que ocurriría en la economía a partir de un triunfo de Milei.
Vale detenerse en los porqués de este posible riesgo de triunfo. Lo primero que debe decirse es que la sociedad no se volvió repentinamente de ultraderecha ni dejó de creer en el rol del Estado. No se trata tampoco de una simple capitalización del enojo, del voto bronca anti política.
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Un elemento que posiblemente ayude a entender el proceso son los cambios en el mundo del trabajo. El dato no es nuevo, el trabajador formal y sindicalizado es una porción cada vez menor de este universo. El crecimiento del trabajo se da mayormente “por fuera del radar de la AFIP”. Y para quienes deben ocultarse del organismo fiscalizador, el Estado es un problema, no una solución. Si además tienen ingresos medios, tampoco sienten que reciben nada del sector público, ni salud, ni educación, ni seguridad. Este universo informal está integrado desde quienes proveen cualquier servicio de mantenimiento, el mecánico, el plomero, el peluquero, hasta el que sale a “changuear” todos los días, comercia en negro o hasta quien integra la cadena de valor de las exportaciones de servicios basados en el conocimiento. Esta heterogeneidad muestra que no se trata de marginales, de lo que alguna vez se denominó lumpenproletariado, sino de un conjunto de actores muy amplio para los que el Estado y su “clase política” no son una solución, sino una traba y, en consecuencia, serán difícilmente sensibles a la prédica política nac & pop más convencional.
En segundo lugar, el mensaje que a estos actores les llega desde “la política” es confuso. Mientras una parte del oficialismo intenta llevar adelante una acción de gobierno con cada vez más restricciones, desde otra de las facciones sólo se escuchan loas a un pasado glorioso que, si se tiene menos de 30 años, prácticamente no se conoció. A ello se suma que, incluso quienes ocupan altos cargos en la administración, hablan del oficialismo que integran como si fuese un gobierno ajeno, lo que seguro agrega desconcierto en la audiencia. Luego, la propuesta concreta de esta porción hacia el futuro brilla por su ausencia. Al regreso al mítico pasado de gloria, sin autocrítica sobre el porqué de su interrupción, se suman algunas ideas vagas sobre la redistribución del ingreso y sobre la panacea de una ruptura imposible con el FMI, pero sobre el “qué hacer” en la complejidad de la actual coyuntura no hay nada más. Sintetizando, ni códigos, ni propuesta, ni eficacia en la gestión de las áreas que les toca administrar, nada que enamore a quienes la ven de afuera.
Mientras tanto, el mensaje de la oposición no es más esperanzador. Primero porque la memoria social es corta, pero no tanto. El fracaso económico del macrismo y sus personajes sigue resonando en la memoria colectiva y no hay hegemonía mediática que lo acalle. Los no politizados pueden estar poco informados, pero es muy difícil que no reconozcan las voces y las caras de quienes provocaron el mega endeudamiento de 2016 y 2017 que terminó con el regreso al FMI en 2018 y con la muy alta inflación desde entonces. Encima las promesas actuales de la oposición no son precisamente la “revolución de la alegría” de 2015, sino sangre, sudor y lágrimas. Terminar con los pocos derechos que quedan, achicar todavía más el Estado y mano dura con la protesta. Y como si no alcanzase, en lo que va de 2023 sumaron las disputas de poder internas que aportan a la fragmentación general y reducen las chances electorales.
En semejante panorama, y sin reagrupamientos internos a la vista en las fuerzas mayoritarias, crecen las chances de los “outsiders”, especialmente si ya están instalados como Milei, que a esta altura puede ser considerado un outsider de los partidos, pero no del sistema. El sedicente libertario aparece más bien como la excrecencia de los males del sistema.
Y el “populismo” también puede ser de ultraderecha. En el escenario presente la idea de una dolarización resulta muy atractiva por varias razones. La primera y más general es porque ofrece una ilusión de rápida estabilidad de precios en un contexto en que todos, especialmente quienes viven de un salario, están hartos de la inflación.
Sin abordar los vericuetos técnicos puede adelantase que la estabilidad macro no se alcanza con manganetas monetarias. Sí es verdad que fijar el tipo de cambio es en sí mismo un instrumento de estabilización. La economía local ya tuvo su experiencia con la convertibilidad de los ‘90, algo que lamentablemente solo recuerdan, en el mejor de los casos, los mayores de 40. Pero la estabilidad no depende sólo de fijar el tipo de cambio. Como lo demostró la misma convertibilidad, y en el caso de una dolarización sería mucho peor, auto vedarse la política monetaria fue un error que derivó en tener que recurrir al endeudamiento externo para financiar gastos internos, previo a fumarse los ingresos extraordinarios de las privatizaciones, algo completamente innecesario. Si no se puede financiar ningún déficit coyuntural con moneda propia, si no se puede expandir el gasto cuando se lo necesita, no se tiene ningún instrumento para conducir el ciclo económico en general y para evitar las recesiones en particular. El ejemplo fue la recesión de 1998-2002, de la que solo se comenzó a salir cuando se empezaron a emitir cuasi monedas, lo patacones entre los más recordados. Siendo la economía local una economía de ciclos cada vez más cortos ¿cuánto tiempo pasará, en caso de que la economía se mal dolarice, hasta que se comiencen a emitir cuasi monedas, hasta que la economía se “pataconice”?
La segunda razón por la que la dolarización es atractiva es de psicología social. Es muy probable que muchos asalariados crean que con una economía dolarizada cobrarán en dólares (o “argendólares”) y que por lo tanto su salario no se deteriorará todos los meses. La ambición es válida, pero es altamente probable que estén descuidando el quantum de los dólares que recibirán por mes. Las cuentas que surgen de los dólares disponibles en relación a la base monetaria hablan de un quantum bastante inferior al presente.
Finalmente, para el común de los empresarios, que no se caracterizan precisamente por tener visiones muy profundas y de largo plazo sobre la economía, la idea de dolarizar es atractiva por la simple razón de que la consideran un instrumento más para ponerle límites al sector público. Si la política económica tiene dos patas, la fiscal y la monetaria, mocharle una pata les parece a priori una buena idea.
La conclusión preliminar, siempre sin meterse con las nada desdeñables imposibilidades técnicas de la medida, es que la idea de dolarizar la economía aparece como una nueva opción populista y cortoplacista para evitar enfrentar los verdaderos problemas de fondo de la macroeconomía. La fragmentación política y la posibilidad del triunfo de un outsider sin la menor experiencia de gestión debería ser una grave señal de alarma para las clases dirigentes y su desempeño como tales. Sigue faltando en la economía local la voluntad de consensuar un modelo de desarrollo y un programa de mediano y largo plazo, transversal por definición. Todas las decisiones políticas quedan así condicionadas al cortoplacismo de la siguiente ronda electoral, mientras que las ilusiones de cambio estructural quedan relegadas a la próxima “post crisis”.