Vaca muerta y Argentina: consensos para la estabilización

Si se dejan de lado los diagnósticos primitivos que se repiten en los sets televisivos, cualquier economista con alguna formación sabe cuales son las “recetas” centrales de un plan antinflacionario. Lecciones históricas, dificultades políticas y herramientas posibles para conjurar el problema inflacionario.

13 de noviembre, 2022 | 00.05

  Cualquier economista local recibe de quienes no comparten su profesión algunas preguntas indefectiblemente constantes:

– ¿A cuánto se va el dólar? 

– ¿Cómo se combate la inflación?

– ¿Cuándo se desmadra todo? (aunque la expresión no sea precisamente “desmadra”)

Es probable que el interlocutor de la primera pregunta esté preocupado por ponerse a resguardo del vendaval, el de la segunda esté tratando de entender la enfermedad crónica bajo la que vivió toda su vida y el de la tercera haya perdido las esperanzas o bien esté apenas contemplando la repetición de un ciclo infinito. 

Para quien debe responder, las respuestas no son tres, sino una. El precio del dólar, la inflación, las crisis cíclicas son todos efectos de un mismo fenómeno. La Argentina no encuentra su modelo de desarrollo. Sus clases dominantes no lo tienen y la dirigencia política que las expresa está sumergida en una guerra sin cuartel en la que sólo parece importar la destrucción del adversario. No importa si en el camino se destruyen vínculos y familias, no importa si se arrasa con las otrora “instituciones de la República”, como el Poder Judicial, cuya legitimidad devino en caricatura. Y finalmente tampoco importa si se subordina la economía al capital acreedor o a décadas de estancamiento. No es una danza sobre la cubierta, es guerra a muerte, pero sigue siendo sobre el Titanic.

Si se dejan de lado los diagnósticos primitivos que se repiten en los sets televisivos, desde las zonceras inmortales como “darle a la maquinita”, el tamaño del Estado o la existencia de oligopolios y de empresarios perversos, cualquier economista con alguna formación sabe, con algunas pocas variaciones, cuales son las “recetas” centrales de un plan antinflacionario. Hay muchos libros escritos sobre los procesos de estabilización en América Latina, los aplicados en países como Perú, Chile y Brasil. También para el caso local hay decenas de papers relevantes sobre los planes Austral y de Convertibilidad. Y luego están los casos de Israel y de la Europa del Este de la era post soviética. De todas estas experiencias históricas hay mucho que aprender porque la economía es una ciencia y por lo tanto sus leyes son universales, están por encima de las coyunturas nacionales.

Pero además Argentina es decana en la materia. Los economistas de las décadas de los ’70 y los ’80, que desarrollaron sus carreras profesionales y académicas bajo regímenes de muy alta inflación, incluidas algunas híper, dejaron un importante legado teórico y práctico. Pensamos en profesionales como Roberto Frenkel y Adolfo Canitrot. Es probable que quienes hayan estado hurgando en los planes de estabilización se encontraran con una “frase síntesis” de Canitrot algo olvidada: “Para bajar la inflación soy monetarista, estructuralista y todo lo que sea necesario; y si hay que recurrir a la macumba, también”, algo que hoy se diría quizá de otra manera: para bajar la inflación hay que tomar medidas “ortodoxas y heterodoxas” y, especialmente, no pasarlas por ningún tamiz partidario.

Sin embargo, las experiencias históricas también muestran que la tarea no es fácil, porque no es sólo técnica. No se trata solamente de recorrer todos los libros y construir una nueva receta ecléctica. Antes de que sea plasmada por la sociedad política, la receta demanda un prerrequisito, necesita un consenso amplio en la sociedad civil. Y este consenso, palabra lamentablemente gastada, no se limita a “sentarse alrededor de una mesa y ponerse de acuerdo en tres o cuatro ideas básicas”, significa definir las bases de un modelo de desarrollo de largo plazo y seguirlo con prescindencia de la alternancia política. Dicho de otra manera, el modelo no puede estar en pugna en cada elección porque la economía se vuelve eternamente impredecible. Y esto lo deben entender tanto las clases dominantes como “la política”. Va de suyo que estos consensos demandan terminar con la guerra jurídica y depurar las instituciones, reconstruir la república en serio. En algún momento se necesitará una reforma constitucional, la que en sí misma siempre es el producto de la construcción de consensos mayoritarios.

Sin circunloquios: La irresolución del problema inflacionario, que la inflación haya pasado de 20 a 50 puntos entre CFK y el macrismo y luego a cerca del 100 con el Frente de Todos se traduce en la imposibilidad de mejorar la calidad de vida de los sectores populares. Afirmar esto no significa desconocer la herencia, la pandemia, la guerra y el proceso que condujo hasta aquí, sólo es una sucesión de fotos que marcan la persistencia del deterioro social. A su vez, el deterioro se traduce en un desencanto de la sociedad con la política, a la que no percibe como solución de nada, lo que acarrea una pérdida de confianza en el sistema democrático. Luego, este desencanto no es precisamente el prolegómeno de un proceso revolucionario, sino de un potencial crecimiento del odio social que conduce a las diversas formas de protofascismo. Se trata precisamente de una de las causas del surgimiento electoral de la ultraderecha.

Parece difícil que esta ultraderecha llegue al poder, pero no hay dudas que ya cumplió el objetivo de los creadores de figuras esperpénticas como Javier Milei: correr a la derecha el discurso político, tarea que en la década del ’90 cumplían personajes como José Luis Espert. Debe recordarse que la promesa de la recaída neoliberal de 2016-19 no fue recortar salarios y volver al FMI, sino “conservar lo bueno y mejorar lo malo”. Gracias a la “nueva” ultraderecha, la derecha tradicional perdió su moderación. Ya no es la “revolución de la alegría” sino “hacer más de lo mismo, pero más rápido”. No debe olvidarse además que el reciente atentado a la Vicepresidenta representó un intento, afortunadamente fallido, por regresar a los tiempos oscuros de la violencia política.

Un gobierno que no puede construir mayorías parlamentarias está imposibilitado de cualquier reforma estructural. Si la oposición lo ve en problemas intentará bloquear cualquier iniciativa en tanto el fracaso del oficialismo allana el camino para su éxito electoral. Si las clases dominantes locales viven en un presente permanente y no asumen que nunca habrá estabilidad macroeconómica sin paz social, una cuarta recaída neoliberal, ahora más violenta, solo estará preparando un nuevo movimiento pendular, una reproducción de las crisis cíclicas que dejan cada vez más deteriorado al sistema económico y la realidad social.

  Poniendo la lupa en el presente, entre economistas de distintas tendencias existen algunos consensos vinculados a los incentivos de cualquier salida económica. El primero es que el llamado “cepo” (no importa cómo se lo nombre) es el que da origen a la existencia de brechas cambiarias, es decir a un dólar oficial “barato” y varios paralelos más “caros”. En un contexto en el que hay problemas con las reservas internacionales, es decir de disponibilidad de dólares, la brecha crece y potencia los incentivos de los actores económicos para aprovechar el diferencial. El cepo y la brecha cambiaria son un problema heredado del macrismo, pero que ya había provocado dificultades en los gobiernos de CFK. Es probablemente una de las causas de que, en un contexto de superávit comercial y de gracia en los pagos a los acreedores del exterior, no se hayan podido acumular reservas. Se entiende que salir del cepo supone alguna devaluación, lo que siempre se busca evitar, pero mantenerlo tres años no evitó que igual se devaluara y que, en el presente, se esté en una situación peor que al inicio. El cepo significa además un privilegio para quienes pueden acceder al dólar oficial, un incentivo a la subfacturación de exportaciones, a la sobrefacturación de importaciones y a mantener parte de la economía en negro. Podrá decirse que algunos de estos casos son delitos, pero los actores económicos funcionan siempre en base a incentivos. La existencia del cepo también afecta a la entrada de capitales, no es sólo un freno a la salida, lo que dificulta la administración de la cuenta corriente del balance de pagos, con sus consecuentes efectos financieros. La economía con brecha cambiaria funciona mal. Se necesita una solución creativa.

  El segundo consenso es sobre los precios relativos. Es simple, no se puede mantener eternamente el crecimiento del valor de las tarifas por debajo de la inflación. Y mucho menos cuando parte de la energía debe importarse. Otra vez, esta situación ya produjo problemas durante el segundo gobierno de CFK. Terminar con este problema también es inflacionario, pero la situación no puede sostenerse para siempre. Aquí también se necesitan soluciones creativas, para el caso contener a los sectores de menores ingresos.

  El tercer consenso son las medidas más ortodoxas. Si no hay dólares suficientes el Gasto debe moderarse. El gasto mete presión cambiaria porque con serios problemas en la función de reserva de valor de la moneda los excedentes se dolarizan. Luego también funciona el multiplicador keynesiano. Más gasto es más demanda agregada y más importaciones. En este punto lo que se necesita es “sintonía fina”. No se puede crecer si no se tiene con qué. Es mejor moderar el crecimiento que tener una crisis cambiaria que de todas maneras lo va a frenar, pero más traumáticamente.

 

  El cuarto consenso quizá le moleste a los más ortodoxos: continuar con la destrucción del Estado no le conviene a nadie. Superada la etapa de estabilización, el desarrollo demanda más inversión pública y más infraestructura. El Estado es también indispensable para la sustentabilidad social del modelo. Es la diferencia entre ser Ghana y ser Noruega. Noruega ya quedó fuera del radar de posibilidades locales, pero ser un Estado fallido es un riesgo siempre latente. Esto lo sintetizó brillantemente en un reportaje reciente en el “El Método Rebord” el consultor Emmanuel Álvarez Agis cuando detalló que “el país necesita de Vaca Muerta, pero Vaca Muerta no necesita de Argentina”. Resulta difícil encontrar un disparador más completo de los principales dilemas que enfrenta la economía local. Vaca Muerta se desarrolló “a pesar de” la coyuntura económica y social desfavorable. Empezó a desarrollarse con CFK, pero siguió con el macrismo y con el FdT. Y también seguirá incluso en el caso de que ocurra una nueva crisis. Continuará con un gobierno popular o con una cuarta experiencia neoliberal. Pero el dato es que la economía local se encuentra en un momento privilegiado, la transición energética mundial demandará intensamente los recursos que el país puede proveer: cobre, litio, hidrocarburos y alimentos de todo tipo. Existe un nuevo tren para salir del subdesarrollo, pero dependerá de las clases dominantes locales, de la sociedad civil y la sociedad política, alcanzar los consensos necesarios para poder subirse. Los recursos naturales podrán usarse para desarrollarse e incluir o, en su defecto, para generar economías de enclave. La oportunidad es única, el desafío mayúsculo y el riesgo inmenso, mucho más cuando, increíblemente, los sectores dominantes locales siguen recordando con nostalgia nada menos que a la economía de enclave del primer centenario.