El mecanismo perverso que forman el endeudamiento externo y la fuga de capitales es una de las principales razones que explican el estancamiento de nuestro país. El daño que produjo a lo largo de las últimas cuatro décadas es enorme. Es un daño económico, que le impide al país contar con las divisas necesarias para afrontar un proceso sostenido de inversión y desarrollo; un daño social, por las consecuencias que trajo en términos de pobreza y precariedad cada una de las crisis que atravesamos; y finalmente un daño político, porque reduce la soberanía nacional y condiciona a nuestro país a sufrir las políticas ortodoxas del FMI.
Pero además de todo esto, también produjo un daño sensible en el contrato social democrático: una minoría de nuestra sociedad aprovechó las políticas establecidas por los gobiernos neoliberales para realizar ganancias especulativas extraordinarias mediante las altísimas tasas de interés y la posterior habilitación de la fuga de capitales. Por supuesto, una vez que termina, los gastos de la fiesta de la timba financiera los debemos pagar todos.
Es la negación de lo que sustenta cualquier comunidad nacional democrática, que más allá de las disparidades sociales, se sostiene sobre la promesa de criterios básicos de igualdad y solidaridad. Si ese daño hacia el conjunto del pueblo argentino es ninguneado o relativizado, se corren peligrosamente los límites de lo que nuestra sociedad tolera y lo que no, de los comportamientos que son aceptados, de lo que nos indigna y lo que nos es indiferente. Normalizamos la desigualdad, la expoliación del país, la imposibilidad de construir un futuro.
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¿Realmente alguien podría explicarle a una cartonera, que recorre los basurales del CEAMSE buscando objetos de valor en medio del descarte, que ella es tan responsable de pagar la deuda como un inversor bursátil que obtuvo 40 por cciento de interés en dólares por sus inversiones, sin producir ningún bien ni generar un solo puesto de trabajo? ¿Cómo podemos pedirle a un empleado de comercio que trabaja nueve o diez horas, seis día por semana, para construirle una pieza a sus hijos o poder lograr que conozcan el mar, que haga el mismo esfuerzo que un millonario al que el gobierno de Macri no solamente le vendió dólares baratos, sino que le permitió sacarlos del país y hoy los mantiene casi sin tributar en un paraíso fiscal? ¿Cómo hace la piba que está pedaleando sin parar en la bici, para entregar la mayor cantidad posible de pedidos, para creer que es posible un futuro común de una razonable prosperidad y felicidad?
Si esta injusticia se consolida, si permitimos que esos comportamientos resulten gratuitos, nuestra democracia se va a asomar al abismo de la antipolítica, se va a entregar a la justa rabia que se acumula subterráneamente y más tarde explota por la vía de la disgregación del tejido comunitario, de la violencia cotidiana, de la polarización social extrema, de la desconfianza generalizada. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al despojo, de resignarnos a la impotencia. De darle la razón a los que denuncian que la política es una casta. De vaciar de contenido esa frase que tanto nos gusta decir, que la política es una herramienta de transformación de la realidad.
Obviamente no podemos volver el tiempo atrás, pero sí tenemos condiciones para establecer mecanismos de reparación. Investigar la fuga de capitales y a los sectores beneficiados con las políticas de la bicicleta financiera es un primer paso para conocer cómo y quiénes son los que ganaron a costa del sufrimiento de la inmensa mayoría. No se trata de buscar revancha ni castigo, sino simplemente de construir una reparación democrática y evitar que estos ciclos no vuelvan a repetirse en nuestra historia.
*Diputado Nacional del FDT, economista director del OCEPP.