La primera decisión relevante del recién asumido presidente de los Estados Unidos Joe Biden la constituyó la sanción legislativa del paquete de estímulo fiscal por u$s 1,9 billones, destinado a la recuperación de la demanda interna por la vía de asignaciones directas a los ciudadanos y a los diferentes estados subnacionales.
La flamante Secretaria del Tesoro Yanet Yellen, de pertenencia keynesiana, ha manifestado que el programa fiscal apalancará la reactivación de la economía convergiendo con la vacunación masiva y acelerada de la población, de modo que la tasa de crecimiento del 2021 será la más alta en décadas (la OCDE la proyecta en el 6,5%), llegando al pleno empleo en el 2022.
La base monetaria estadounidense se amplió un 53,2% en 2020
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Completó este pronóstico optimista minimizando los impactos negativos que puede tener el plan en el nivel de precios y en el aumento de la deuda pública para financiar el déficit. Desde enero la tasa de interés del Bono del Tesoro a 10 años ha experimentado una suba de 70 puntos básicos (de 0,92% a 1,62%), preanunciando según algunos analistas recesión a mediano plazo, con efectos negativos en los mercados emergentes (Argentina ha visto aumentar su riesgo país).
Por su parte, el titular de la Reserva Federal, Jerome Powell, anunció la continuidad de la actual política monetaria caracterizada por una emisión agresiva de dólares hasta alcanzar niveles aceptables de actividad pospandemia. La base monetaria estadounidense se amplió un 53,2% a través del denominado “programa de facilidades cuantitativas 4” (QE4) durante el 2020.
Política monetaria y fiscal expansiva en la principal economía del planeta para apuntalar una expansión récord de su PIB tiene impactos a escala mundial potentes.
El impacto global
La pregunta radica en si esa tracción sobre la demanda mundial ejercida por una nación que representa el 26% del PIB global tendrá efectos uniformes o dispares en el resto del mundo y, sobre todo, como serán en Suramérica.
En la primera década y media de este siglo, Suramérica vivió un proceso de crecimiento económico e inclusión social inédito desde la crisis de deuda de principios de los ’80. Ese ciclo estuvo caracterizado por la emergencia de China como potencia económica en el marco de una alianza tácita con los EEUU, que se constituyeron en el principal demandante de productos chinos, en tanto el gigante oriental aceptara al dólar y los bonos del tesoro como medios de pago en forma irrestricta.
El aumento de la capacidad de consumo de la economía china, en el marco de una enorme liquidez y suba de los precios internacionales de los productos primarios, se derivó en parte a Suramérica, ampliando a su vez su margen de maniobra externa en una suerte de triangulación virtuosa que permitió a nuestro continente iniciar esquemas de desendeudamiento y modernización productiva. Tempranamente, EEUU vislumbró este sendero e intentó impedirlo infructuosamente con la iniciativa del Área de Libre Comercio para América (ALCA), a fin de capturar la holgura externa derivada hacia la región.
En la actualidad, el conflicto EE.UU.-China no augura un retorno del esquema de flujos comerciales internacionales de comienzos de siglo. Por el contrario, ambas naciones han venido desarrollando avances en sus economías destinados a consolidar su posición hegemónica global en el caso de los EE.UU. y a emerger como potencia planetaria en el caso de China.
Los EE.UU. han logrado reducir su dependencia energética de los combustibles fósiles, bordeando el autoabastecimiento, lo que le permite reducir significativamente los costos de producción de su economía y, consecuentemente, elevar la competitividad de la misma. El retorno de los “cuellos azules” como modo de graficar la nación industrial que anunció Obama y que Trump intentó acelerar con sus medidas proteccionistas y antiglobalizadoras se sustenta en la autonomía energética y alimentaria.
Hay un intento de desandar el camino que llevó a los estadounidenses a conformar una sociedad posindustrial de finanzas, servicios y liderazgo en ciencia y tecnología. Ese modelo genero fracturas sociales internas cuyo descontento fue capitalizado políticamente por Donald Trump.
Pareciera que el arranque del gobierno de Biden con su paquete fiscal da cuenta de ese contexto y, consecuentemente, el acuerdo tácito que definía a los Estados Unidos como proveedor del “know how” científico-tecnológico y a China como productora masiva de bienes está definitivamente roto.
China a su vez, ha venido trabajando con éxito en reducir su dependencia científico-tecnológica del extranjero, afirmando desarrollos propios de innovación que equiparan al mundo occidental. En paralelo, intenta instalar su moneda como divisa de reserva internacional, celebrando acuerdos de “pase de monedas” que financien el comercio bilateral con distintos países y desdolaricen el intercambio (Argentina es suscriptor de uno de esos acuerdos por u$s18.000 millones).
Por último, ha lanzado su propia iniciativa globalizadora conocida como la “Ruta de la Seda”, en la que procura un marco de integración menos desestructurante para las economías internas respecto de los celebrados en Occidente a principios de los 90, como lo fueron el Tratado de Maastricht y el NAFTA, actualmente reformulados después de la crisis del 2008.
Retomando la pregunta inicial del impacto mundial de un crecimiento fuerte de la economía estadounidense y habiendo establecido que el conflicto con China seguirá vigente, es probable que la administración demócrata intente una recreación parcial del modelo globalizador en acuerdo con las naciones aliadas, preservando espacios geográficos de la influencia china. Un rol relevante en este diseño lo puede cumplir el Reino Unido, recién escindido de la Unión Europea, con los países asociados al Commowealth, conformando un gran bloque anglosajón.
Para Suramérica, y en particular para la Argentina, esto constituirá un escenario de tensión debido a la natural atracción que ejerce la relación con China y otras potencias de Oriente por la complementariedad económica existente.
En la primera década y media del siglo, en el marco descripto y definido como no repetible, la constitución de una firme alianza argentino-brasileña irradiada al resto del continente (UNASUR) le permitió ganar amplios márgenes de autonomía y disminuir las tensiones apuntadas.
En el presente parece decisivo el rumbo que adopte Brasil. Pero ese es tema de una próxima columna.