Los momentos de crisis económica, como el presente, ponen a prueba a los economistas. En la turbulencia pueden observarse muchos comportamientos conocidos y predecibles. El más típico es el de quienes aprovechan para sugerir siempre su receta. Un economista neoliberal de los más clásicos propondrá, en todo tiempo y lugar, reducir el gasto. Las crisis no serían más que la consecuencia de gastar mucho. Si ocurre durante un gobierno nacional popular, se deberá a las tendencias irrefrenables del populismo a expandir los déficits, si ocurre durante un gobierno propio seguramente responderá a que el gasto no se ajustó lo suficiente. Por allí andan sin sonrojarse los que sostienen que el mismísimo Mauricio Macri sería “socialista”. Brevemente, el economista ortodoxo es apenas un dogmático antipolítico, alguien que cree que todos los males derivan de la existencia del Estado, la fuente maligna del Gasto y de los impuestos. Que esta idea muy primitiva se sostenga en un andamiaje teórico “neoclásico” que abunda en sofisticados modelos matemáticos, un verdadero “engaña pichanga”, no cambia un ápice la elementalidad del planteo de fondo. Dicho de manera rápida, no importa cuán sofisticado sea el modelo, cuantos gráficos y ecuaciones diferenciales incluya, la propuesta de política siempre será bajar el gasto y los salarios, liberalizar los flujos financieros y comerciales y, por supuesto, eliminar regulaciones. Podrá decirse que no hace falta tanta teoría para tan poco, pero ello sería no entender que la economía que se enseña en la mayoría de las universidades del planeta es ciencia, pero también ideología.
Los economistas heterodoxos son aquellos que no son estrictamente ortodoxos, lo que por definición significa que existen múltiples ortodoxias. En una recorrida rápida con algún eje local podemos encontrar a los neokeynesianos y neodesarrollistas, que si bien son un conjunto que se superpone bastante con la ortodoxia --no rechazan completamente al Estado, pero asumen que los déficits se combaten bajando gastos-- se caracterizan por otra creencia: la centralidad del tipo de cambio. En concreto, en aquello que en la historia local se conoce como “tipo de cambio competitivo y estable” o, mejor, “dólar recontra alto”. En pocas palabras reconocen que el problema principal de la economía local es la escasez relativa de divisas, pero consideran que existe un instrumento mágico para resolverlo: el precio del dólar. Siempre existirá un nivel de tipo de cambio que garantizará el equilibrio buscado entre exportaciones e importaciones. La afirmación es verdadera, pero tiene un problema. El tipo de cambio es una variable distributiva: existe una relación inversa entre precio del dólar y poder adquisitivo de los salarios.
Otros heterodoxos, quizá los más “modernos” en cuanto a su aparición temporal, son los cultores de la llamada “Teoría de la Moneda Moderna”, o MMT por sus siglas en inglés. Creen, muy correctamente y recuperando la tradición cartalista, que el dinero es una “criatura del Estado” y que cuando los déficits aparecen ya fueron financiados, serían sólo un asiento contable. Desde esta perspectiva el gasto es siempre anterior a los ingresos y los impuestos sólo son una captura del “reflujo del gasto”. Advierten claramente que si esta captura no es suficiente puede provocar inflación, lo que constituye el único límite a la expansión del Gasto. La teoría es muy seductora, su espíritu es muy “keynesiano” en tanto asume la centralidad del Gasto en la conducción del ciclo económico. Sin embargo, en las economías periféricas, es decir en las economías que no emiten una moneda aceptada como medio de pago internacional, la MMT no advierte el problema de la restricción externa. Predice correctamente que cuando el gasto aumenta efectivamente el PIB se expande, pero desdeña que también se produce otro fenómeno, la economía periférica se queda sin dólares. Y quedarse sin dólares no es más que la fuente real de todas las crisis económicas de la historia de las economías periféricas y, en tanto parte de ellas, de las crisis argentinas.
Abandonemos el relato teórico y centrémonos en los hechos. La convertibilidad terminó en diciembre de 2001 cuando tras el fracaso del megacanje ya no fue posible mantener el flujo de ingreso de divisas necesario para sostener la paridad cambiaria. El gobierno de Macri llegó a su fin cuando los mercados decidieron dejar de prestarle a partir de abril de 2018. Sólo completó su mandato porque acudió el pulmotor del FMI. Yendo a las crisis más duras, hasta la hiperinflación de 1989 fue la explosión de un problema de restricción externa. Lo que destacan los hechos es que el escenario que desata las crisis siempre es el mismo, los actores económicos advierten que la economía comienza a quedarse sin divisas y, antes o después, ocurre una “corrida especulativa”. Siempre puede haber actores que sepan aprovechar el río revuelto, pero lo que realmente ocurre durante una corrida es que, quienes tienen excedente, intentan pasar sus activos a la moneda de reserva de valor. Para frenar la secuencia, el Banco Central comienza a vender reservas, pero si por las razones que fueren el Central llega a quedarse sin divisas el proceso se desencaja y sobreviene la devaluación y la crisis. El límite hasta dónde el Central puede o debe defender la cotización es siempre difuso, pero depende siempre del nivel de reservas o su acceso a financiamiento del exterior. Una hiperinflación ocurrirá cuando el Central se quede absolutamente sin divisas. Nunca será un proceso unicausal, seguramente se vendrá de una aceleración inercial de los precios, pero la raíz es quedarse sin divisas y ya no poder administrar la restricción externa.
Para los países que no lo emiten, el dólar es una mercancía no reproducible y, en consecuencia, su precio depende de la oferta y la demanda. Por lo tanto, cuando una economía se queda sin dólares no puede sostener su precio. Se trata de un problema estructural que debería llevar a una nueva máxima grabada a fuego en la frente de toda la “clase política”: “Gobernar es alejar la restricción externa” o dicho de la manera más simple posible: “Gobernar es no quedarse sin dólares”. La capacidad de abastecerse de divisas es el principal sensor del funcionamiento de la economía, es la variable que el hacedor de política siempre debe estar mirando. Es el predictor de las crisis y las bonanzas.
Cualquiera sea el caso, una vez que el proceso de una corrida se pone en marcha a partir del dato inicial de la escasez de dólares no hay muchas formas de frenarlo, o el BCRA tiene los dólares para poner una barrera que fije el tipo de cambio, o esos dólares ingresan del exterior a través de endeudamiento, o se devalúa el peso. Cuando el peso se devalúa cae el poder adquisitivo del salario y, por lo tanto, la demanda agregada, el producto y las importaciones, lo que lleva a un nuevo “equilibrio”, pero con menores salarios, más pobreza y un producto más chico. De esto se trata un “ajuste”. Dicho sea de paso, en un sistema capitalista los principales afectados por los procesos de ajuste son siempre los asalariados. Ahora bien, el ajuste puede asumir muchas formas, puede ser simplemente el resultado de un proceso desordenado y caótico, puede funcionar como excusa para la imposición de un programa ortodoxo que imponga los intereses del capital, o bien puede ser decidido por la administración y “compensado”, es decir el gobierno puede darse cuenta que se llegó a un punto en que ya no es posible sostener la paridad cambiaria sin provocar males mayores (como una devaluación de hecho y desordenada) y puede programar y conducir el proceso para que sea menos socialmente gravoso incluyendo mecanismos que eviten una caída excesiva de los ingresos de los sectores más desfavorecidos. El punto crítico es que, una vez desatada la crisis externa, las soluciones buenas desaparecen. Los distintos tipos de ajuste llevan a tres escenarios, el malo, el muy malo y el de terror. La mejor elección será, evidentemente, el escenario malo, algo que nadie quiere decidir. Es decir, se está frente a un problema conocido, el dilema del decisor. Antes de cada crisis externa de la historia seguramente existieron muchos momentos en los que evitar la postergación de la toma de decisiones hubiese permitido arribar a escenarios menos desfavorables. Por ejemplo, quizá el gobierno de Fernando de la Rúa no hubiese caído si se salía de la Convertibilidad en diciembre de 1999. La afirmación tiene la limitación de lo contrafáctico, pero lo que es posible afirmar sin dudar es que la Convertibilidad no podía sostenerse. El dilema del decisor postergó la salida, pero al final del camino no se pudo evitar, sucedió y fue a través de una crisis.
¿Cuál es la situación del presente y qué hacer?
Si la economía local fuese una empresa un contador recurriría a la figura de “situación transitoria de iliquidez”. Sin duda es una buena noticia que la situación de iliquidez sea transitoria, pero ello no evita que el presente sea de iliquidez.
Cuando hablamos de iliquidez hablamos de divisas. La falta de divisas viene de lejos, fue un problema del final del kirchnerismo que, lejos de resolver, el macrismo agravó y que la actual administración tampoco pudo conjurar.
Los efectos de la pandemia ya fueron ampliamente tratados, pero, además, la crisis ocurre en 2022. Desde que estalló la guerra en Ucrania se publicó en la prensa el cálculo del aumento de costos que sufrirían las importaciones de energía. Se sabía al menos desde marzo que junto con el frío aumentarían las importaciones energéticas y se sabía también en cuánto. Por supuesto no se importa sólo energía, sino otros muchos rubros como consecuencia de un dólar oficial que los importadores consideran barato y del crecimiento de la economía. El gobierno debió prever el problema de las compras de energía y que ello impactaría en el saldo comercial y, en consecuencia, en las expectativas de los actores respecto del nivel del tipo de cambio. En paralelo, al impactar sobre los precios de la energía y los alimentos, el cambio de escenario global aceleró una inflación que ya era elevada.
Nótese que, en ambos casos, precios de la energía y de los alimentos, el gobierno, probablemente afectado por el dilema del decisor, apostó a “aguantar el temporal”. No se tomaron medidas más drásticas contra el aumento de los precios de los alimentos porque se esperaba que el fenómeno fuese transitorio y de una sola vez. Y con respecto a las importaciones de energía se apostó a “pasar el invierno”, aunque para desgracia de las predicciones de Miguel Pesce, el invierno no termina en julio, ni tampoco lo hará en agosto.
Recapitulando los datos duros: los precios internacionales de los alimentos y la energía no aflojarán en el corto plazo. La demanda de importaciones de energía se sostendrá bien arriba como mínimo hasta septiembre. Las dificultades para acumular reservas y las presiones inflacionarias se mantendrán. El único dato positivo es que por ahora no deben realizarse pagos a los acreedores, pero en cambio se debe seguir con un programa con el FMI que afecta los grados de libertad para la toma de decisiones. Este panorama impide resolver la “situación transitoria de iliquidez” de la manera que sería más lógica: tomando deuda, lo que empuja a la economía a la necesidad de impulsar un plan de estabilización sin auxilio externo.
Un plan de estabilización debería comenzar a resolver el desdoblamiento cambiario. Supondría alguna devaluación inicial, pero compensada con retenciones e inyección de fondos por abajo, y pensando en una revaluación posterior, lo que pone en primer plano la relación con el FMI. También debería incluir algún esquema de desindexación para frenar la inercia inflacionaria y un largo período de tasas de interés positivas para recuperar el valor del peso. Obviamente un programa de este tipo significa inicialmente un freno de la economía, pero el freno es a su vez necesario para acumular reservas, que serán la garantía de que el plan funciona. No se está proponiendo nada novedoso, es un plan de estabilización clásico, sino conducir un proceso que, si no se conduce, podría ocurrir desordenadamente y sin control. Se trata de elegir un escenario malo para evitar el horrible. Estamos llamando a las cosas por su nombre. Existe un problema de economía real, no sólo de expectativas por problemas de unificación en la conducción. No son problemas que se resuelvan simplemente haciendo concesiones a “los mercados”, es decir al capital, sino comenzando a acumular reservas y frenando la inercia inflacionaria. Si esto se logra en los próximos meses podría haber una recuperación en 2023 y la posibilidad de llegar con chances a las elecciones. Es ahora.
Finalmente una aclaración. Las explicaciones unicausales –el descontrol de la restricción externa– son incompletas por definición, sin embargo son también una herramienta para acercarse a la raíz de los problemas, en este caso un instrumento para entender las causas y resultados de una crisis de divisas y su rol en el ciclo económico. Esto es así porque la restricción externa explica el ciclo económico y el ciclo económico explica el auge y caída de los gobiernos.