Fue un tiempo quieto, vacío, un espacio inhabitado, invisible. Un paisaje de alambradas que no daba a basto para hacer desaparecer tanta humanidad. Eran días afilados, de sangre seca. De silencios duros, concretos. Tumbas sin nombres. Muros que propagan muros. Paraísos perdidos sobre mundos enteros que no se nombran. Y luego la tristeza, que hacer con la tristeza. Ese raro hechizo que nos permite recordar soñando mientras los muertos sin infierno continúan deambulando como peces de colores por un río inmenso sin cicatrizar. Pañuelos de viento cálido, de sufrimiento lánguido, que escarban en las cunetas mendigando una mirada amable, una sonrisa, una lágrima.
La naturaleza humana esconde rincones sombríos, impenetrables, de terror redoblado. Hannah Arendt no inventó la banalidad del mal, reveló un concepto que ilumina ciertos aspectos de nuestras relaciones con el mal, nos hizo ver lo normal, lo terriblemente normal que puede ser el mal entre nosotros.
Un domingo de calima templada el número 174.517 se regaló una visita al estadio de la “Vecchia Signora” de la Juventus. Minutos antes del partido desde la tribuna visitante se descolgó una bandera nazi con la estampa de la cruz gamada. “Me estremeció. El odio estaba ahí, a mi lado, al lado de mi vacío, de mi nada”, escribió Primo Levi. Semanas después su casa de Turín se cerró como una flor ofendida y el escritor sobreviviente de Auswichtz se quitó la vida observando el horizonte que lo acompañaba por la ventana. Dejó una frase: “Lee, pregunta, escucha, observa, mira, sueña, vive, pero no olvides”.
Necesitamos detenernos un instante a recordar las voces del silencio. En “La Cuestión de la Culpa” (1946) Karl Jasper enfatiza que en la culpa política de un Estado criminal son colectivamente responsables todos los miembros de ese Estado. Y añade que “sin la conciencia de una responsabilidad colectiva no sería posible reconstruir una sociedad enferma”. Adorno también insistió en la culpa como proceso de regeneración, y en la idea de que es imprescindible deshumanizar a un pueblo para poder exterminarlo sin culpa.
Todos somos deudas contraídas con la muerte, y lo peor sucede siempre en el patio trasero de la vida. El 10 de septiembre 1979 entrabamos en la Casa Rosada como campeones del Mundial Juvenil de Tokio. El edificio respiraba un aire solemne y festivo. El rumor de algarabía se colaba por los grandes ventanales desde la plaza.
Maradona llevaba la copa entre sus brazos como un bebe recién parido. Por el espacio desfilaban sin ser visto los famosos demonios de interior. Unos minutos después se hizo el silencio y desde el fondo del salón apareció la figura delgada de Jorge Rafael Videla. Se acercó y nos estrechó la mano uno a uno. El infierno se presentaba ante nosotros. Mientras el dictador dibujaba su sonrisa lesiva sus tiempos de tortura y de muerte se citaban con otras manos, con otros cuerpos, ya quebrados, vencidos, que deambulaban desolados todavía por sus centros de exterminio. Más allá de su sombra solo estaba el abismo. La nada y su vacío. Aquel expreso de medianoche sigue pasando por el recuerdo junto a los muros de la cárcel que cada uno se ha fabricado.
Poco tiempo después descubrimos con ingenuidad lo tristemente calculado que estaba todo. Protegidos como crías de canguros desfilamos por las alfombras del poder con la sensación de estar viviendo algo extraordinario, y ser a la vez los “mariachis” de una fiesta pública programada para ocultar un genocidio. Fue entonces cuando los medios cortesanos salieron a espigar detrás de los segadores. Mirtha Legrand se inventó de la nada un programa relámpago con madres “juveniles” “teletransportadas” de urgencia a la gran mesa nacional con el hambre a medio hacer y la respiración agitada.
Tanta prisa para tan poco que contar. Las otras madres, las de los pañuelos blancos, nunca fueron invitadas. Tampoco tenían nada que decir, eran mujeres turbias, oscuras, que andaban en círculos, en aquelarres siniestros buscando caracolas en el segundo disco irreverente del infierno de Dante. José María Muñoz, la “voz” del país, eufórico por encontrarse con la neurosis incendiaba las audiencias de radio Rivadavia con “los argentinos somos derechos y humanos”.
De aquel mundo extraviado muchos recuerdos se han ido definitivamente con la huida, con el mito de dejarlo todo atrás, de desaparecer y reaparecer siendo otros, en otros lugares del tiempo y del espacio. El Juvenil fue un sueño hermoso a la sombra de las bayonetas. Un fútbol sublime, de belleza plástica, eterno, pero instrumentalizado como un atrezo renacentista a los pies de un régimen siniestro. Fuimos la propaganda barata de una alegría postiza, llena de emboscadas. Un fútbol atrincherado en su gestión de la culpa, entre un miedo agazapado y un rosario de cicatrices de las cuales se fue desplegando un alucinante y descarnado teatro falso del país.
Abarcamos más mundo cuando hablamos de la virtud, del bien, de la belleza, asomados a un balcón desde el que se contempla el universo. En los próximos días el fútbol argentino va a dar un paso importante por los derechos humanos. Boca ha decidido finalmente retirar el cargo de socios honoríficos al genocida Emilio Eduardo Massera y al dictador Alejandro Lanusse. La Asamblea de Representantes, convocada para el 22 de mayo, declarará la nulidad de sus condiciones honorificas. A su vez, desea restituir el carnet a los socios que fueron detenidos y desaparecidos durante la dictadura.
El fútbol argentino necesitaba de un baño en la fuente clara de Castalia, al pie del Parnaso, de la que se sale siempre limpio y purificado. Cada muerto, cada desaparecido merece un duelo eterno de nuestro fútbol. Hemos sido, sin quererlo, (otros queriendo) el juguete sórdido, la fiesta frívola, la niebla espesa, invisible, de un régimen criminal.
Hay una vida tantas veces perdida. Se siente una soledad de desierto, plana, un don de maldición y fobias, de obsesiones y simetrías. Al otro lado de nuestros párpados secos está la desolación, la incertidumbre, el horror, el miedo, el aislamiento, la soledad, la muerte, la historia colectiva y la intrahistoria personal, el ansia de infinitud, y la conciencia de caducidad.
Todos los años los “pibes” exitosos nos volvemos a encontrar. A los otros “pibes” todavía los siguen buscando.
(*) José Luis Lanao, periodista y ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979. Ex columnista del grupo multimedia español Vocento y radio Cadena COPE.