En el año del histórico Scudetto de Napoli, en la otra punta de la Serie A se consuma un drama silencioso e irreversible. Un final de temporada impensado. Una avería devenida naufragio, un declive que se fue materializando progresiva e inexorablemente, domingo tras domingo. A esta altura de la liga, Sampdoria, uno de los dos clubes de la ciudad de Genova, está matemáticamente en la Serie B. Puede pasar, es parte del juego, dirán ustedes, con razón. Un simple reflejo de la vida, podrían agregar los bielsistas ortodoxos y los incorruptibles menottistas: a veces se gana, y a veces (muchas más) se pierde. Estamos de acuerdo. Sin embargo, si bien es cierto que cualquier descenso es doloroso -más allá de la importancia del club condenado- parafraseando una vieja peli policial italiana de los setenta, hay cadáveres más excelentes que otros. Y Sampdoria, sin duda, es uno de aquellos.
Una plaza que se auto percibe más refinada que los odiados rossoblu del Genoa, con los cuales comparte el bellísimo estadio Luigi Ferraris, mejor conocido como Marassi. Un colectivo de hinchas que lleva el nombre de un letal artillero de Posadas, Tito Cucchiaroni, llegado a fines de los años 50. Una sociedad que a lo largo de los años ‘80 y ‘90 supo mantenerse al margen del círculo tentador de las “Siete Hermanas”: clubes como Juve, Inter, Milan, Lazio, Roma, Fiorentina y Parma, cuyos dirigentes, en algunos casos, se revelaron artífices de colosales burbujas. No obstante, luego de quiebras fraudulentas como la del ex patrón de Lazio Sergio Cragnotti (grupo Cirio) o del ex presidente del Parma Callisto Tanzi (grupo Parmalat), las autoridades del futbol italiano permitieron que un sujeto de dudosa liquidez como Massimo Ferrero, el temerario empresario cinematográfico apodado “Viborita”, agarrara el timón de Sampdoria, usándola como un cajero, para luego dejarla al borde del abismo, deportivo y financiero.
La última época de oro de los Blucerchiati -camiseta azul cruzada por bandas horizontales blancas, rojas y negras- se terminó con el nacimiento del moderno Neo-Calcio, invadido por marketing salvaje y derechos tv. En Italia, las ciudades de Turín y Milán empezaban a repartirse las ligas de las siguientes tres décadas. En Europa, la angélica musiquita de la Champions League se encargaba de borrar los recuerdos vintage de la vieja Copa de Campeones. Un trofeo del cual Sampdoria fue justamente la última finalista (1992), derrotada por el Barcelona de Johan Cruyff. Aquella Sampdoria era iluminada por los “mellizos del gol”, la mágica pareja compuesta por Gianluca Vialli y Roberto Mancini, actual DT de la selección italiana, que en su última temporada como enganche blucerchiato (1996/97) tomaba bajo su ala a un joven Juan Sebastián Verón. Era el comienzo de una amistad que años después se revelaría fundamental para interceptar el oriundo Mateo Retegui durante su paso por Estudiantes de La Plata.
En 1997 la camiseta número 10 de Mancini es heredada primero por Ángel Matute Morales, llegado de la mano de Cesar Luis Menotti, y luego por Ariel Ortega. Las (pocas) genialidades del Burrito no alcanzan para evitar el descenso a la Serie B: en el banco, durante aquella temporada 1998/99, encontramos al actual DT del Napoli campeón, Luciano Spalletti. El fixture nos recuerda que Sampdoria cerraría ese torneo jugando en contra de Bari, el mismo rival frente al cual el próximo 19 mayo concluye su temporada el Genoa, segundo en la tabla de la Serie B y ya ascendido a Primera. En una interesante trama de destinos paralelos, el Genoa, descendido el año pasado luego de una derrota con Napoli (15 mayo 2022), ahora festeja su promoción en el año del triunfo de Napoli y del descenso de Sampdoria. Y el Napoli, por fin campeón, cierra su histórica temporada jugando de local, el 4 de junio, frente a una Sampdoria ya descendida. Sampdoria que, a su vez, es también el último equipo italiano al cual Diego Maradona pudo marcar un gol, en el marzo de 1991, antes de escaparse a Buenos Aires. Hundido por un antidoping positivo, luego de su último partido jugado en Napoli…en contra de Bari.
Parece imposible salir de la foresta de signos y coincidencias en la cual nos metimos hablando de Sampdoria y Genoa. Dos caras de una misma ciudad, cuyos habitantes, en dialecto, se apodan Xeneizes. Probablemente, la prueba más evidente de esta atroz inseparabilidad siga siendo el ultimo descenso de Sampdoria a la B: un escalofriante clásico con Genoa, en la antepenúltima jornada de la Serie A 2010/2011. Mientras el Genoa de Rodrigo Palacio se encontraba navegando en la de mitad de tabla, Sampdoria luchaba punto por punto para alejarse de la zona del descenso. Por aquellos días, muy veladamente, en ciertos bares y periódicos de la ciudad se deslizaba la idea de que un empate, después de todo, no habría sido un mal negocio. Sobre todo, desde el punto de vista de la llamada “paz ciudadana”. Un concepto sutilmente apoyado por la gobernadora Marta Vincenzi (de fe doriana) y prontamente repudiado por los hinchas de Genoa, que seguían cantando “nosotros queremos la Sampdoria en Serie B” sobre las notas de Yellow Submarine. Las crónicas y los testimonios de los sobrevivientes nos hablan de un partido “chivo”, como se diría acá. Tenso, trabado. Un empate casi cantado: el clásico “bizcocho”, como le dicen en Italia a los resultados piloteados por los jugadores en la cancha. Cuando los rivales, más o menos tácitamente, y con cierto indudable oficio, eligen llevarse un punto cada uno, sin hacerse demasiado daño. Salvo imprevistos. Salvo lo impensado.
Al minuto ’81, y con el resultado estancado en 1-1, el DT de Genoa Ballardini sustituye el autor del gol Floro Flores con un anónimo delantero argentino, llegado a préstamo de Inglaterra unos meses atrás. Mauro Boselli. De él se dicen muchas cosas: que en Boca estaba tapado por Rodrigo Palacio y Martin Palermo; que con la camiseta de Estudiantes metió un gol al Barça de Guardiola en la final Intercontinental de 2009. De todas formas, es mejor aclarar que en Genoa Mauro entrena mucho y juega poco. Muy poco. Tal vez, estos pocos minutos de Clásico sean un premio por su paciencia y su constancia. Tal vez, por cuestiones idiomáticas, o por haberse quedado siempre al margen de la formación titular, Mauro no entendió algunos códigos…o no captó algunas conversaciones. Tal vez. Sea como sea, al minuto ’97, con el partido prácticamente terminado, Mauro recibe una inexplicable pelota sobre el lado derecho del área sampdoriana. Resiste a la carga del defensor, protege la pelota, da una media vuelta hacia su derecha y dispara al arco con la zurda. Delirio rossoblu, infierno blucerchiato. Desde entonces, en las callejuelas de Genova se repite una pintada, devenida inmortal: Boselli non lo sapeva.