Este clásico se presentó con la sensación de que el fútbol estaba en otra parte. La desolación trágica del contagio lo desdibujó todo. Un “contagio” que pasó de ser biológico a futbolístico. Los dos resultaron ser espejos deformes de un fútbol cautivo. Un respeto desmesurado que se transformó en un miedo visceral con dos equipos más preocupados en las debilidades ajenas que en las convicciones propias.
No sabemos quienes vamos a ser, pero podemos sospechar quienes fuimos. River esperaba asaltar los cielos minimizando la amenaza que había inoculado en el interior de si mismo, intentando dibujar una nueva epopeya con el pánico en el hígado de lo que le esperaba ahí afuera. Al final, se le presentó un clima de mal sueño.
Los primeros minutos del clásico arrancaron con un fútbol “licuado”, vacío, impreciso, destinado a no sobrevivir al olvido. Es ese fútbol de hoy que nos tiene acostumbrado a la pereza creativa, al hastío. Si bien no podemos controlarlo todo, si tenemos una gran cuota de libertad para elegir como vivirlo. Boca eligió vivirlo en la soledad “quijotesta” de un Tévez que dibuja, en ocasiones, esa rara habilidad para construir un “nosotros” en un equipo que malvive sin dificultad para camuflar sus carencias. Boca se fue feliz al descanso con un 1 a 0 del delantero “xeneize” , mediante la supresión del deseo. River, desorientado, molesto, confuso, se marchó no en actitud de ira, sino de plegaria.
En la segunda parte el partido se partió en dos. Se hizo de ida y vuelta, con escasa velocidad, trabado, desprolijo, caótico, donde se perdió el orden y los espacios, y donde la pelota dejó de hacer kilómetros para refugiarse en la imprecisión. Un River más atrevido amaneció con un Ponzio enorme en el desgaste y en la presencia emocional por empujar a su equipo en busca una sonrisa. Con muy poca compañía: solo algo de Enzo Pérez, y un Carrascal desdibujado, Alvarez igualó el resultado para meterlo a River en el partido y edificar sus mejores momentos. Sin brillantez, sin altura, pero nivelando el “miedo” futbolístico de los dos.
El fútbol no deja de ser un “viaje” esotérico de magos, embaucadores, ilusionistas, impostores, encantadores de serpientes, y reyes magos del balón que en ocasiones se ausentan a la cita. Las cuatro semifinales se decidieron por penales. Es para reflexionar. No hay equipo que no guarde un cadáver en su armario. Boca se llevó el clásico sin ser mejor, con todas sus fragilidades a cuesta.
El dolor es inherente a estar vivo, pero el sufrimiento es opcional. La trampa de un fútbol que en su ritmo acelerado impide captar que esconde una obsolescencia programada de la que no se para de correr para permanecer en el mismo sitio.
Todos tenemos un puerto feliz donde refugiarnos. Boca y River lo siguen buscando.
Solo se puede tener fe en la duda.
(*) José Luis Lanao, periodista y ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979. Ex columnista del grupo multimedia español Vocento y radio Cadena COPE.