¿Cómo quiere que le cuente el partido?: En silencio.
Hay un fútbol que te muerde las entrañas, que te aprieta el hígado, que te sopla en la nuca. Lo notas enseguida. Es todo nervio, intensidad, rabia contenida. Bulle en los gestos, en los quiebros, en los detalles. No tiene porque ser físico, ni de contacto. Con la pelota en los pies también se puede crear un fútbol de alta intensidad, que hierva la sangre, que te desencaje el talante. Pero este fútbol está desaparecido. Argentina y Paraguay jugaron en la noche de ayer un “picadito”. De corto recorrido, de trámite rápido. Las carencias individuales y colectivas de los dos equipos conformaron un imagen muy poco competitiva, inmadura, de ausencia de compromiso y de responsabilidad. Este ”solteros contra casados” estaba destinado para que nos fuéramos pronto a la cama.
La historia volvió a repetirse. Un gol temprano que desata los dolores de siempre.
Excelente arranque de Messi, pase quirúrgico en profundidad de Di María, y exquisita definición de Gómez para un 1 a 0 que debería ser, más que suficiente, para consolidar la autoestima y ofrecer tranquilidad. Pero no. Una vez más se descuelgan los demonios que habitan en el interior de esta selección. Moradores ambulantes con el rostro desdibujado. A partir del minuto doce Argentina desaparece del partido. Paraguay se lo lleva a los tumbos, con desgana, de forma imprecisa, vulgar, sin ideas, en busca del empate. Sin hacer mucho, casi nada. Tan solo con el atrevimiento de Ángel Romero, buscando el desborde, y una gotas de ámbar de fútbol creativo en un encuentro para olvidar.
Argentina se vuelve a enroscar en un comportamiento futbolístico preocupante. Sin personalidad, sin identidad. Un mediocampo que funciona a ratos, discontinuo. Que no desnivela, que se paraliza en el uno contra uno, que no se junta. De escasa movilidad ofensiva, que no profundiza, que no pisa el área. Que se repliega bien, y cubre ordenadamente los espacios defensivos, pero ineficaz en ataque. En 75 minutos no creó una sola ocasión de gol. Ni Paredes, Agüero, Di María, Gómez, y el propio Messi se “reconocen”. No se “buscan”. Se resisten a “encontrarse”. Parecen extraños invitados a un asadito de última hora. Un fútbol extraviado, perdido en las espaldas del mundo, sin mezcla, sin carácter.
Nada más cercano a la ceguera que un fútbol saturado de imágenes para el olvido. Se vuelve difícil no cerrar los párpados. Complica observar lo mirado, detener la imagen de lo acontecido y profundizar en ella. ¿Cómo entornar los ojos para que esta selección entienda enfocar lo que importa? Cómo volver a las raíces. Juntarse, hacerse con el balón, encontrar los espacios. Que el adversario se obligue a venirte a “buscar”, que te pierda de “vista” en las marcas, para que aparezcan los huecos, las asociaciones. Cuesta trabajo encontrar una figura relevante en la albiceleste y en el partido. Tal vez el paraguayo Romero, cómo lo más desequilibrante de lo poco desequilibrante que resultó el encuentro.
Argentina se sigue buscando en sus fobias, matizadas por diversos estados de ánimos. Se ganó, y suma. Pero el infierno sigue palpitando bajo los pies. Llevamos la moral unida al sufrimiento, a la angustia del posible fracaso. La certeza triste de que rara vez se corresponde buen juego y resultado.
La angustia parece ser la textura emocional de este tiempo y de este equipo. La verdadera seriedad es la del niño cuando juega, decía Nietzsche. Hay que volver a ser ese niño pequeño que juega. Que juega al fútbol “nuestro”, el de siempre, el de verdad. Lo estamos esperando.