A entrado algo de aire en la selección. Un mordisco tenue para la esperanza. Para seguir creyendo. Veníamos de un tiempo quieto, vacío, concreto. Un fútbol viscoso, impenetrable. Sin saber si consumíamos o éramos consumidos. Paquetes de tópicos mentales, simples, poco articulados, emocionales, donde se cruzan realidades y se confunden los tiempos, conservando un mundo imaginario propio. Una falsa dimensión donde la capacidad individual se imponía sobre lo colectivo. Lo “mío” sobre lo “tuyo”, en un vaivén permanente de irregularidades sin procesar. Uno se define por lo que afirma, no por lo que niega. Argentina se ancló en el aquí y ahora, escapando del ayer y del mañana, y fue en busca del “hoy”. De un presente que le ofrecía una nueva oportunidad. Y la aprovechó. No del todo. Continúan amaneciendo sus habituales dolores de parto. Los de siempre. Ese empecinamiento bipolar de “entregar” el partido cuando mantiene la ventaja. Algo “cronificado” en la esencia de su espíritu futbolístico. Pero frente a Uruguay mostró otra imagen. Menos desdibujada. Sostenida en la enorme figura de Messi, en su capacidad para echarse el equipo a la espalda. Desde lo individual para marcar la diferencia creativa en las opciones ofensivas, y en el aporte colectivo como intento permanente de intentar juntarse, hacerse visible para el contacto, para la mezcla. ¿Para cuándo un socio de envergadura que lo acompañe? Que lo acompañe de verdad. Que se le pegue en la nuca, que lo tenga al pie, para asociarse, para crear, para divertirse. Al mejor jugador del mundo, paradójicamente, se lo abandona en la soledad del laberinto. Nadie se le junta, se le acerca con convicción, con verdadera convicción, para crear una sociedad que genere daño, problemas, dolor de cabeza al adversario.
Los primeros 25 minutos Argentina le giró el rostro hacia la suplica a Uruguay. El temprano gol de Guido Rodríguez le ayudó a contener la ansiedad. Un sosiego que fue perdiendo en el transcurso de los minutos. Un comportamiento psicológico que se viene repitiendo y no desaparece. Favorecido por un equipo charrúa ausente, sin personalidad, con enormes carencias ofensivas. Para preguntarse cómo un conjunto con tantas y grandes individualidades presenta, año a año, una imagen tan preocupante.
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Los cambios realizados por Scaloni -Molina y Acuña por Montiel y Tagliafico- no resolvieron la falta de profundidad. Aún así, Acuña, más metido en el partido, redondeo una actuación aceptable. Grata imagen de Guido Rodríguez, para seguir creyendo, y un cuarteto desdibujado: Lo Celso, Martínez, González y Palacios, como perfil de la cara amarga.
Argentina le pegó ayer un mordisco de esperanza a la Copa América. Hinchó los pulmones de aire fresco y se fue entre penumbras con un resultado importante, trabajado. Con la alegría contenida, y con los miedos escénicos cicatrizando.
Sabemos que el fútbol que no podemos vivir podemos soñarlo. Soñar es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. Soñemos. Con otro mordisco.