(Por Julieta Grosso) En "Serge", su nueva novela, la escritora y dramaturga francesa Yasmina Reza hace converger dos tensiones en torno a la memoria histórica -el imperativo social de recordar y el fenómeno de los excampos de exterminio convertidos en hitos "instagramables" del turismo masivo- para desandar el sentido común que mitifica la relación con el pasado, a partir de la historia de una familia judía que organiza una visita a Auschwitz: "La palabra memoria está mal utilizada en las sociedades y busca generar culpa, cargo de conciencia", dice la autora de "Art".
Es una de las dramaturgas más traducidas del planeta. "Art", su obra fetiche, pisó por primera vez un escenario en 1994, pero fue algunos años después que Reza comprendió la riqueza del texto: la "revelación" llegó en 1997 durante una visita a España, cuando quedó capturada por la caracterización de uno de los personajes, a cargo del actor argentino Ricardo Darín. "Hasta que no vi la interpretación que hizo él no me di cuenta de lo buena que era", señala dos décadas y media después, sentada en una hermética sala de hotel refrigerada a niveles glaciares. "Apaguen el aire, tengo frío" dirá un par de veces durante la entrevista con Télam.
La temperatura no escarcha la charla: sonríe y habla con entusiasmo de la función de "Art" a la que asistió la noche anterior en un teatro porteño, esta vez con Darín en rol de director y con Fernán Mirás en el papel que deslumbró a la autora de "Un dios salvaje", que a pesar de conocer cada filamento del texto no abandona la costumbre de sentirse nuevamente espectadora de su pieza en cada país que visita.
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Esquiva a cualquier voz interior atemorizada por los mandatos de época, la autora afila ahora su prosa y a golpes secos de estilete narra las desavenencias de tres hermanos judíos que tras la muerte de su madre deciden, a instancias de la hija de uno de ellos, visitar el campo de exterminio de Auschwitz, convertido en un templo del turismo masivo donde las huellas del terror nazi confluyen en un pastiche indescifrable con selfies, multitudes deambulando desordenadas entre los pabellones lúgubres y hoteles en las cercanías que ofrecen una vista inmejorable al sitio donde un día la civilización depuso su humanidad.
Reza desafía el relato instaurado de la memoria histórica como una huella permanente en los hijos de los sobrevivientes del Holocausto para bosquejar a un grupo de personajes que parecen más preocupados por resolver sus desencuentros conyugales que atentos al viejo axioma de recordar para que la historia no se repita. "No sé para ustedes en la Argentina pero en Francia y en Europa en general hay un mandato de memoria que es aterrador", dice la escritora.
La novela se salta todos los protocolos del pudor ajeno y ablanda a fuerza de ironía fronteras que a priori parecen difíciles de derribar, como la que separa del humor de las muertes adocenadas en las cámaras de gas montadas por la maquinaria nazi. "No entiendo por qué la abuela se ha hecho incinerar. Me parece de locos que una judía se haga incinerar, plantea Josephine, representante de la generación más joven de la familia Popper, cuando se entera de que la última voluntad de su abuela enferma es que su cuerpo sea cremado.
Los tres hermanos adultos -entre ellos Serge, el padre de Josephine- tienen una relación intermitente que se deshilacha tras la muerte de la madre, pero aún así aceptan viajar a Auschwitz para conocer el lugar donde fueron asesinados sus antepasados húngaros. Lo que sigue es un recorrido tragicómico donde el dolor inasible claudica frente a la narrativa banalizada del excentro de exterminio devenido parque temático. "Este fetichismo de la memoria es un simulacro", escribe Reza en la voz de su narrador.
- T.: En la novela, es la joven Josephine quien convence a su padre y a sus tíos de emprender el viaje a Auschwitz, ¿las generaciones intermedias están empezando a olvidar y son los jóvenes quienes toman la posta para que la memoria colectiva no se disuelva?
- Y.R.: Mi generación es la de los hijos de quienes vivieron de manera directa la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y la deportación de los judíos. Como tenemos gran proximidad con la gente que ha vivido eso, nunca necesitamos realmente ir a hurgar en otros lugares. Me parece que las generaciones jóvenes desean aferrarse de una u otra manera a esta historia porque de nuestra parte no hubo ningún hilo conductor, no les hemos contado esas historias. Y en la locura contemporánea donde todo el mundo quiere tener una identidad, ir a buscar ese pasado es también una manera de recuperar cierta forma de identidad.
- T: La preservación de la memoria colectiva en torno al Holocausto hoy ya no está en manos de quienes vivieron directamente el horror sino de sus descendientes, ¿a qué desafíos se enfrenta ese ejercicio ahora que ya no se trata de evocar lo vivido sino de construir un relato de cero?
- Y.R.: Entiendo la avidez de saber pero no entiendo muy bien la histeria de la identidad. No entiendo muy bien por qué hay que aferrarse a una narración. Yo nunca experimenté eso en mi vida. Al contrario, así que no tengo una respuesta al respecto.
- T.: ¿Plantea entonces que hay a veces una relación abrumadora y opresiva con el pasado?
- Y.R.: Es difícil responder a preguntas que implican una opinión sin caer en la generalización. Hay gente que necesita el pasado para vivir, otra no. En mi libro justamente hablo de ese tipo de personajes: los hermanos no necesitan del pasado, mientras que las mujeres sí, la hermana y la sobrina sí.
- T.: ¿Lo que plantea es salir de este relato canónico donde la memoria debe estar omnipresente en las sociedades?
- Y.R.: No sé para ustedes en la Argentina pero en Francia y en Europa en general hay un mandato de memoria que es aterrador. Es como echar la culpa o hacer que la gente sienta cargo de conciencia. Considero que esa palabra, memoria, está mal utilizada. La verdadera memoria solo puede ser afectiva, no se puede tener una memoria teórica o abstracta. Ahora bien, todo lo que aprendemos sobre el pasado histórico es necesariamente teórico. ¿Necesidad de saber? Sí, quizás. ¿Pero necesidad de memoria? Eso es algo absurdo para mí. Esa palabra que tiene una connotación afectiva está hecha para generar culpa, está mal empleada.
- T.: Josephine registra su experiencia en Auschwitz a través de fotos que va tomando durante su visita. ¿Esa compulsión contemporánea a registrarlo todo desde un celular aliviana el contacto directo con el exterminio nazi o por el contrario permite una manera distinta de sellar la experiencia?
- Y.R.: Para mí distorsiona pero quizá estoy equivocada. Es difícil conocer la verdad de eso. Ante esa fascinación por compartir las experiencias a través de las redes uno de inmediato puede tener un juicio reaccionario y decir 'todo esto es espectáculo', artificio, pero por supuesto que no es solo eso. También a partir de las redes y estos dispositivos circula la inteligencia, el conocimiento y también hay vínculos que se establecen.
- T.: El libro está dedicado al escritor Imre Kertész, que habló del "kitsch del Holocausto" en alusión a estos sitios convertidos en templos del turismo ¿esta nueva fase de banalización de la memoria se puede leer como una variante que puede empujar al negacionismo, en tanto genera una normalización del horror?
- Y.R.: No iría tan lejos equiparando esto como una forma de negacionismo pero creo que está hecho para alisar la historia y tornarla conveniente. Algo así como "nosotros como nos acordamos. fuimos buenos e hicimos estatuas y memoriales, podemos dormir tranquilos". Es una operación que funciona como un cajón en el que se guardan cosas viejas.
- T.. Hace un tiempo habló de que vivimos en una época regida por el totalitarismo de lo políticamente correcto, ¿mientras escribía esta novela que plantea un punto de vista incómodo sobre la memoria tuvo miedo de caer en esta trampa de la corrección?
- Y.R.: Nunca tengo miedo de eso. Me da completamente igual lo políticamente correcto. Es un pensamiento que ni siquiera me roza. Escribo con la libertad más absoluta respecto de mí misma lo que me parece atinado y no hago provocaciones inútiles pero tampoco desdibujo lo que son los seres humanos. Curiosamente no he tenido tantos problemas porque mi posición es muy clara, es una posición literaria. Los personajes dicen cosas que tienen ganas de decir, como en toda la historia literaria. No se le puede reprochar a un escritor haber inventado un personaje que dice algo. Creo que en mi libro hay distintos puntos de vista que se desarrollan. Yo no me hago esta pregunta cuando escribo pero sé que en algún momento surge el tema de lo políticamente correcto: ese totalitarismo es infernal.
- T.: Algunos autores alertan acerca de que esa manía cancelatoria acecha la ficción y amenaza con diluir su potencia, ¿estamos ante la negación del poder de la invención?
- Y.R.: Absolutamente. La negación del arte y de la transmutación. Es absurdo. Eso es insoportable. Hace un tiempo escribí un monólogo que se llama "Anne- Marie la Beauté". Es una mujer la que habla pero la escribí para que fuera actuada por un hombre ¿Por qué? Porque es una actriz de 70 años que cuenta su vida. Pensé en ese momento que sería un grave error que la actuara una mujer porque enseguida se hubiera superpuesto el rostro, la edad, la carrera de la actriz sobre ese personaje. En cambio si actuaba un hombre, como se hizo en París, hace que ese personaje se vuelva universal. Un teatro de Zúrich que siempre siguió mi trabajo rechazó el texto precisamente porque yo quería que fuera actuado por un hombre. Lo rechazaron porque hoy una mujer parece que solo puede ser representada por una mujer. Como en el cine cuando se exige que un personaje transexual sea encarnado por una persona de esa condición. Ahora, si no se atiende a eso los actores son acusados de "apropiación cultural", lo cual es la negación del teatro porque el teatro es justamente el lugar donde uno puede desdoblarse para actuar de gato, de mono, de hombre, de lo que sea.
- T.: El Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto se instauró el 27 de enero para evocar la fecha en que las tropas soviéticas liberaron Auschwitz. Hoy, el protagonismo de esas tropas está ligado por el contrario a la invasión de otro territorio, Ucrania. ¿Qué le provoca esta cualidad del arte de emanciparse del autor para entrar en diálogo con cada nuevo presente?
- Y.R.: Siempre pensé que había una magia premonitoria en la escritura. Cuando uno escribe intuye la época. Por ejemplo: "Serge" jamás lo hubiera escrito hace diez años. Creo que es el libro de hoy, ahora que el turismo mundial se ha convertido en una locura. Pero además hay otro aspecto: todos los sobrevivientes de Auschwitz están muertos, lo cual no era así hace diez años, salvo los que eran niños. Porque ya no hay nadie real que pueda dar testimonio. Y también porque el mundo está cada vez más inestable. Por todos esos motivos obviamente el libro se encuentra con la realidad.
Con información de Télam