Un grupo de vendedores de artículos usados que conocen todas las artimañas del engaño, detestan a su jefe, compiten por un mejor lugar en la empresa y representan distintos estereotipos en las masculinidades conflictuadas, son los personajes de Sucursal, lograda comedia de Carlos La Casa y Daniel Cúparo con funciones en el Paraje Artesón (Palestina 919, CABA). Quienes vayan a disfrutar la puesta se toparán con Juan Arana, nueva incorporación del elenco e hijo de la pareja de recordados artistas Hugo Arana y Marzenka Novak. En diálogo con El Destape, Arana habló sobre la pieza que atraviesa su tercera temporada y recordó el enorme legado que dejó su papá.
- ¿Te genera rechazo interpretar a un varón machista en una etapa de deconstrucción de la comedia?
No particularmente. Lo veo como un personaje y me encanta componerlo. Sí creo que los varones pueden sentirse identificados con alguna de las actitudes y formas de actuar que tienen estos hombres. Todos hemos conocido en algún momento a algún homofóbico, intolerante o discriminador. Los hay en los círculos de amigos, en los trabajos.
Creo que está buenísimo poder llevar estas historias desde la comedia, para poder criticarlas desde un lado más amable. A veces nos sucede como elenco que hay personas que no entienden el verdadero mensaje de la obra y salen contrariadas. Eso me preocupa mucho.
- ¿La cancelación?
Sí, sobre todo en quienes hacen humor. Hemos llegado a un punto de corrección donde siempre va a haber alguien que se indigne y eso es preocupante. El chiste puede criticar al sistema e invitarte a reflexionar, pero vas a encontrar gente que se ofende igual. A la vez, entiendo a quienes dicen basta y ponen un límite sobre algunas cosas. Pero es muy complejo el debate porque, ¿quién dice que no se pueden hacer chistes sobre el cáncer? El día que se murió mi mamá, por ejemplo, subí al escenario y lancé un montón de chistes de ese tipo. A veces -y en temas tan delicados- la risa te permite lidiar con el dolor.
- ¿Cuál fue tu primera emoción con el teatro?
A los 4 años, cuando iba a acompañar a mis viejos al trabajo. Fue durante una función del musical de Broadway Calle 42, donde actuaba mi mamá. Tengo la imagen grabada, fue hermoso: me senté con el técnico de efectos especiales detrás de la escenografía y lo ayudé a tirar humo antes de que saliese mi vieja a escena para cantar. Esa escena me marcó para siempre.
- ¿Cómo lidiaste con la realidad de tener una infancia con padres famosos?
¡Con mucha terapia de grande! (Risas) Mis viejos fueron dos fuera de serie, pero de pibe atravesé muchos momentos de contradicciones y celos. En el caso de la relación con papá, que tuvo un pico de popularidad altísimo en cine y televisión cuando yo era chico, lo noté más: por un lado me daba orgullo saber que Hugo Arana era un groso, por el cariño popular que recibía, pero también tengo el recuerdo feo de estar de la mano de mi viejo y que de golpe aparezcan 50 personas, todas encima de él, y lo rodeen para pedirle fotos, mientras yo estaba ahí abajo, perdido.
Hay mucha gente que no entiende que hay famosos totalmente comunes y por fuera de las ideas que tratan de instalar las redes sociales. Papá siempre contaba que una vez, mientras hacía las compras en un almacén, se topó con una mujer que lo miró con cara de pánico y le preguntó: ‘¿qué hace usted acá?’. Mi viejo hizo una pausa, la miró y le dijo: ‘estoy tratando de no olvidarme de comprar cebollas, manzanas, queso crema’.
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- ¿Pudiste despedirlo una vez levantadas las restricciones por la pandemia?
Ese es uno de los grandes dolores que sigo teniendo. Cuando cayó la pandemia papá hizo un corto con Moro Anghileri -una videollamada de una hija con su papá que estaba en un geriátrico- y ese fue su último trabajo, su despedida de la ficción. Lo que pasó después fue muy fuerte: lo encontré en mi casa, pobrecito, tirado en el piso, lo interné, hablábamos todos los días por videollamadas y a los 15 días murió. No pude tener ni un cierre ni un velorio porque ni siquiera pude ver el cuerpo. El gesto más hermoso lo tuvo la Fundación Sagai, que abrió una sala con su nombre. En dos años desde su partida fue la primera vez que sentí un agradecimiento a él por haber pasado por este mundo.