Por Hernán Brienza, politólogo, periodista e historiador.
El lunes nevó en Bariloche. Y mientras los turistas se divertían bajo los copos que caían hermosos y blandos, sonreían sorprendidos y se sacaban fotos en el Centro Cívico, yo miraba la estatua ecuestre de Julio Argentino Roca, montado cansino en su caballo. Observaba minuciosamente esa obra de dos toneladas de bronce esculpidas por Emilio Jacinto Sarniguet, autor también de la obra de El Resero que puede disfrutarse en Mataderos, miraba el rostro del comandante de la Campaña al desierto, su postura y reflexioné sobre la mano del artista. Hay algo que pasa inadvertido para muchos: No se trata de un general victorioso, triunfante, épico si no de un hombre cansado, reflexivo, taciturno diría, echado atrás sobre un animal retraído. Ese gesto se contradice con la imagen briosa que podría esperarse de un genocida, como lo fue Roca en aquella campaña, después de haber terminado su trabajo en el Proceso de Organización Nacional. A los pies de la estatua, decenas de pañuelos blancos nos obligan a recordar que cien años después otro genocidio sacudió a los argentinos. ¿Se puede mirar a Roca sin ver los pañuelos blancos?
La polémica por la resolución del intendente de Bariloche Enrique Gennuso me encontró justamente de visita en esa ciudad y me permitió participar de los debates a los que el candidato a intendente Ramón Chiocconi me invitó a participar con un numeroso grupo de militantes de su agrupación. Y en esos encuentros me interioricé de la propuesta completa por parte del titular del ejecutivo municipal: la intención de trasladar a Roca del Centro Cívico no está enmarcada en una política de repudio revisionista -que ya de por sí sería al menos obligada a ser debatida y revisada- si no en la siempre ilusoria y fingida idea de "cerrar la grieta". Porque detrás de la idea de "desaparecer" a Roca está la intención de borrar los pañuelos blancos de las madres. Y borrar los símbolos siempre es intentar borrar las miradas. Nos impide ver, observar, recordar, pensar.
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Dejo a los historiadores, el relato pormenorizado y minucioso de la figura de Roca. Simplemente aportar una mirada sobre las posibilidades de valoración a casi siglo y medio de su llegada a la presidencia de la nación. Y esa mirada puede ser maniquea, equilibrada, matizada, pero por sobre todas las cosas debe ser una mirada dialéctica, contradictoria en sí misma, que comprenda que los hombres y las mujeres protagonistas de la historia y la política no son buenas ni malas sino todo lo contrario, como decía un viejo humorista argentino. Y ese es un método posible para analizar a Roca: 1) no habría Patagonia argentina si no hubiera habido la masacre de los pueblos originarios, 2) no habría Estado Nación como lo conocemos si Roca no hubiera doblegado a la Provincia de Buenos Aires federalizándola y nacionalizando la aduana porteña, 3) No habría oligarquía si no se hubiera producido la apropiación y reparto criminal de tierras entre las principales familias "decentes" de la sociedad, 4) la ley de Educación 1420 de Educación primaria obligatoria - quizás el único pacto social que aceptó la oligarquía a instancias de Domingo Sarmiento- fue sancionada durante su primer gobierno, 5) su alianza política con la liga de gobernadores provinciales y con el ingreso a la maquinaria del Partido Autonomista Nacional de los viejos federales rosistas y urquicistas marcó el segundo intento de "unidad nacional" hegemónico.
Sin dudas, el punto que mayor polémica desata aún hoy en nuestra sociedad es el primero. ¿Se justifica la masacre de los pueblos originarios por la simple extensión de las fronteras de un Estado Nación cualquiera sea? ¿Da lo mismo que los autores de esa masacre sean generales argentinos, chilenos o de cualquier otro país del mundo? ¿Es importante en sí mismo que en la Patagonia la soberanía sea Argentina? ¿La razón final de la apropiación de la Patagonia es por una cuestión estrictamente nacional o por la simple voracidad de una elite que necesitaba apropiarse de grandes extensiones de tierras para insertarse en el mercado internacional de forma complementaria con el flamante imperio británico? De cómo se respondan estas preguntas será la posición que se tome sobre la figura de Roca, pero es preciso tener en cuenta que las valoraciones que podamos hacer hoy no solo deben contener las escalas de valores del pasado si no también las marcas ideológicas del presente, pero por sobre todas las cosas las consecuencias a futuro. Por ejemplo: 1) ¿podemos justificar la muerte de cualquier ser humano alegando el sistema de valores epocales de su contexto histórico?, 2) ¿es lícito juzgar a los hombres del pasado con nuestro sistema de valores del presente o es una anacronía? y 3) ¿banalizando los crímenes del pasado abrimos la puerta a las justificaciones futuras de genocidios recientes?
Pero más allá del debate histórico sobre Roca y su accionar en el pasado, la pregunta sobre el monumento nos obliga a replantearnos nuestra mirada sobre la iconografía oficial de un Estado. Sin dudas la monumentalidad es una política facciosa. Los nombres de las calles, de las plazas, las estatuas, los signos callejeros y públicos son, sin dudas, estrategias de dominación de una elite que necesita imponer su mirada ideológica y cultural por sobre otras elites, pero también sobre las mayorías. Ningún signo es casual: ni que Rivadavia sea la avenida más larga ni que el monumento a Lavalle sea entronizado en los campos de los Dorrego ni que en todos los pueblos de la Argentina Mitre sea la calle principal ni que Roca y Juan Manuel de Rosas se disputen un lugar en el Centro Cívico de Bariloche.
Pero si las presencias de esos monumentos son signos de dominación también lo son de memoria y de rebeldía. Cuando miramos a Roca en el Centro Cívico también podemos ver la masacre de los pueblos originarios. Cuando miramos los pañuelos de las madres también podemos ver la dictadura militar y los 30 mil desaparecidos. La resignificación es mucho más poderosa que la iconoclastia. Porque el vacío no permite el recuerdo ni la reflexión. El vacío no permite la disputa, el debate, el conflicto sobre la historia, el presente y el futuro. Y lo que es peor: el vacío arrasa con nuestra identidad. Quizás sea necesario modificar la lógica de la identidad por implantación y suplantación, quizás la "argentinidad" no se encuentre en las alternativas Roca o los pueblos originarios o en la Argentina de Roca o la de los pañuelos blancos. Quitar a Roca, ponerlo, correrlo, ocultarlo, es tan destructivo como hacer lo mismo con cualquier otro signo de la argentinidad opuesta.
Una anécdota puede ejemplificar la presencialidad de los monumentos. La estatua de Juan Lavalle fue emplazada sobre los terrenos que habían pertenecido a su mártir Manuel Dorrego. Todas las mañanas aparecía con un balde bosta en la cabeza. Razón por la cual los funcionarios municipales debieron levantar la estatua varios metros para que no pueda ser alcanzada por justicieros anónimos. De todas maneras, los dorreguistas se la ingeniaron para arrojar pintura roja en la base del monumento o realizar pintadas. Lo mismo ocurrió una mañana en Bariloche cuando la estatua ecuestre de Roca amaneció pintada de un rojo sangre imposible de no ver. Tuvo más potencia el repudio que la posible inexistencia de la estatua y la posibilidad de su olvido.
La desaparición de un signo no remeda el conflicto, no sutura la herida ni reduce el dolor de las víctimas. Al contrario, el vacío anestesia la memoria, por lo tanto, es necesario ir por un barroquismo de los signos públicos, el presente debe llenar de signos contrarios, alternativos, complementarios y contradictorios las calles y las plazas de la Argentina hegemónica. Porque no es borrando las marcas que se sutura la historia sino vivificándolas, es decir, mantenerlas en tensión permanente. Suprimir a Roca de una plaza parece reparador para un pensamiento fácil - que nunca arremete contra Bartolomé Mitre, quien con su guerra de policía asesinó 30 mil gauchos en Cuyo. pero sí contra Roca como si unas vidas tuvieran un mayor valor para cierto progresismo- pero a largo plazo profundiza la hegemonía porque la hace invisible. Lo tácito, lo implícito, es el mundo del verdadero poder. Lo burdo es el territorio de lo que está en disputa. La Argentina real, su identidad, no está en la ausencia, en lo borroneado, desgraciadamente, se encuentra en la contradicción, en la disputa: somos Roca y los indios. Borrar a uno es, indefectiblemente, borrar al Otro. Y lo profundamente argentino no es el borroneo sino la sobreescritura permanente.
Con información de Télam