Estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) protagonizaron durante la última dictadura cívico militar una experiencia de resistencia a través de clases y grupos de estudio que trascendió como "universidad de las catacumbas" y fue recuperada y reconstruida recientemente por la crítica e investigadora María Eugenia Villalonga, quien asegura que se trató de "una disputa intelectual, cultural y política porque la literatura no se volvió a leer de la misma manera".
Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, Eduardo Romano, Jorge Lafforgue y Beatriz Lavandera son algunos de los docentes que armaron estos cursos en espacios privados tras ser expulsados de la vida institucional de la UBA y que de manera subterránea generaron espacios para pensar, leer, discutir y producir conocimiento en un contexto represivo.
"La universidad de las catacumbas: Filosofía y Letras en dictadura" es el libro que Villalonga escribió para retomar esos años de vida política e intelectual y publicó Eudeba, la editorial de la UBA, a poco de cumplir 200 años de vida institucional.
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"Eso fue lo más interesante de la investigación: descubrir un movimiento de resistencia cultural que excedió a la universidad de las catacumbas porque también estaba, por ejemplo Teatro Abierto, ubico estas experiencias en un mapa más grande que es lo que fue el exilio interno. Acá se encerraron a estudiar en contra del discurso dominante. Eso generó una riqueza en producción cultural y teórica como nunca", explica Villalonga en diálogo con Télam vía Meet.
¿Quiénes pasaron por esas clases, por esos espacios de formación? Escritores, docentes e investigadores con perfiles muy diversos como Nora Domínguez, Alan Pauls, Jorge Panesi, Laura Klein, Horacio Tarcus y Leonardo Funes. A todos ellos y a otros alumnos entrevistó esta licenciada en Letras y magíster en Estudios Literarios que comenzó a interesarse por la universidad de las catacumbas cuando comenzó a cursar a poco de iniciada la democracia.
En ese momento, cuenta en el libro que antes fue su tesis en la maestría en estudios literarios, quedó impactada al comprobar que el cambio del plan de estudios había sido abrupto, el plantel docente se había renovado casi en su totalidad con profesores recién llegados del exilio y otros que habían participado de estos cursos en espacios domésticos.
De esa manera, fue armando este mapa a partir de los alumnos: "Sabía que Ludmer había dado cursos, Sarlo también. Empecé las entrevistas y se me abrió un panorama enorme de gente de historia, filosofía, sociología que también había tomado un montón de cursos. Alan Pauls, por ejemplo, la lista de cursos que tomó es impresionante. Ahí fui atando cabos", relata.
Sarlo, Romano o Ludmer manifiestan en el libro que estaban muy cerca de su etapa formativa al encarar estos cursos pero para la autora eso es algo que hay que tomar con pinzas. "Cuando Sarlo dice que no estaba en condiciones de dar clase o que no se hubiera anotado en una universidad que la tuviera de docente, hay que advertir que su formación estaba a años luz de cualquier cosa que estuviese pasando en la universidad en ese momento. Tenía una posición activa frente al conocimiento que le hizo ir a buscarlo a otro lugar".
Pero la crítica literaria advierte que "no todos hicieron el mismo camino: ella tenía una trayectoria política muy importante y se encontró, no solo ella sino también Eduardo Romano, Ricardo Piglia, con que la biblioteca mental que tenían no daba cuenta de la nueva realidad que había cambiado de manera abrupta en el país y en el mundo. A mitad de los 70 hubo un quiebre en el sistema capitalista, como la caída del Muro, que nos hizo pasar de un mundo bipolar a uno unipolar. Los mercados centrales no necesitaban ya determinadas mercaderías para sus industrias y los gobiernos dictatoriales achicaron el mercado, el Estado. El proyecto de cambio que ellos tenían se derrumbó casi que de un día para otro".
Es en ese contexto en el que Villalonga ubica la experiencia de la Universidad de las Catacumbas, ya que explica que quienes estaban a cargo de esos cursos "se encontraron con los que se quedaron en el exilio interno y se pusieron a estudiar, a actualizar sus herramientas conceptuales para saber qué es lo que estaba pasando. Otros hicieron otro camino, como Ludmer, que no venía de una trayectoria política pero también se vio en la necesidad de actualizar sus herramientas. Ella tenía la posibilidad de viajar, enseñaba en Gales, iba y venía. Se encontró con que en la Argentina no se podía leer, pensar, no se podía intervenir en el espacio público y el pensamiento dominante iba para atrás. Lo mismo hizo Beatriz Lavandera que traía las últimas cuestiones de la lingüística".
El cobro de los talleres difería entre los docentes y cuenta que "Ludmer cobraba caro, cuando tuve la fortuna de entrevistarla me dijo que a quienes les cobraba más caro era las que creía que eran las mujeres de militares. Sarlo y Romano tenían otra visión del conocimiento. Él, con su impronta en el peronismo, y ella, que se juntaba a estudiar y leer desde los 20 años, no se lo planteaba como para sacar una gran ventaja de plata. Después empezó a cobrar, aunque en algunos lugares no cobraba, como en la Asociación de Arquitectos, por ejemplo, donde daba clases ligadas al urbanismo. (Santiago) Kovadloff cobraba caro también".
El ensayista fue uno de los docentes de estos cursos y es autor del libro "Una cultura de catacumbas" que se publicó en el '82. Villlalonga dice que le preguntaron varias veces por qué mantuvo ese nombre para titular su libro cuando muchos de los que participaron de las clases lo cuestionan: "Dejé ese titulo porque es el nombre con el que se reconocieron los que participaron. Es el nombre que los ligó", explica.
Lo que cuestionan es el término "catacumbas" y también la idea de universidad, algo que para la autora tiene que ver con que es una experiencia que conjugó "un poco de marginal, un poco de catacumbas, otro de contraestatal, de resistencia".
¿Qué efectos tuvo la experiencia de la universidad de las catacumbas? ¿Cómo fue su incidencia en la vida universitaria posdictadura?
"Lo enmarco en lo que fue conocido como resistencia molecular, es decir, son grupos separados con conciencia de que era la única manera de resistir -responde-. La consecuencia fue que esa experiencia se abrió a la sociedad porque esos alumnos, cuando llegó la democracia, asumieron las cátedras en la institución y echaron a patadas a quienes estuvieron atornillados ahí. Claro que siempre estamos hablando de la UBA y la facultad de Filosofía y Letras".
Villalonga explica que mientras se desarrollaban las clases y la dictadura industrializaba la maquinaria de muerte en el país "no había red" entre estos docentes. "Además de muy asustados, estaban muy guardados. Es lo que decía de la resistencia molecular: cada uno encerrado en un grupo, nada de espacios públicos, bares. Romano cuenta, por ejemplo, que iban cambiando de lugar. Se pusieron a estudiar y a enseñar cada uno lo que le interesaba y fue a lo que se dedicaron más adelante. Lavandera era lingüista, Sarlo se abocó a la perspectiva sociológica y la sociología de la literatura y Ludmer a la perspectiva mas formalista".
La diversidad de los perfiles de quienes se formaron en esas clases es algo clave a la hora de leer la Universidad de las catacumbas. Por ejemplo, Villalonga expresa que Nora Domínguez, investigadora especializada en Teoría Literaria y Estudios de Género, reconoce que "con las herramientas que Ludmer les dio fue cada uno a pensar un espacio diferente dentro de la producción teórica, ella trajo algo que acá no existía, que eran los estudios de la mujer, la teoría literaria feminista, eso se estaba recién desarrollando y discutiendo en la academia norteamericana. Ella fue por ese lado".
Claudia Kozak, al dedicarse a la literatura digital, poéticas tecnológicas, poesía visual, fue por otro. Alan Pauls, escritor al que define como "una especie de niño prodigio porque él ni siquiera había entrado a la carrera cuando tomó esos cursos y enseguida fue ayudante de catedra de Ludmer", se dedicó a la escritura. "Esa diversidad fue producto de esa profusión teórica tan vital y renovada", resume la autora.
Extendida por cuatro y cinco años, esta experiencia centrada en la Ciudad de Buenos Aires, alcanzó a alrededor de 100 personas. Villalonga, que llegó a reconstruir la actividad de 16 de estos grupos, asegura que lo que más la impactó de esta experiencia es "la cuestión de la autogestión, las estrategias, porque realmente tomaron una posición de debilidad. La facultad era un vacío conceptual, era un lugar opresivo. Relatan la facultad de la calle Independencia con las ventanas pintadas de negro y cómo se las ingeniaron para conseguir lo que que estaba prohibido que era estudiar y pensar".
"La facultad de Filosofía y Letras forma intelectuales que necesitan pensar, discutir, estudiar. Todo eso estaba negado y encontraron la manera de seguir haciéndolo. Eso me pareció fascinante", sintetiza y enfatiza: "Ellos dijeron 'no queremos estudiar de esta manera, la carrera parece un secundario de hace 150 años'. Había una disputa por los modos de leer literatura. La carrera de Letras forma críticos y la crítica estaba obturada, entones lo que más me fascinó fue que se trató de una disputa intelectual, cultural y política porque la literatura no se volvió a leer de la misma manera si no hubieran estado estos grupos y si no hubieran tomado las cátedras de la facultad".
Con información de Télam