(Por Gabriel Sánchez Sorondo) En "Infierno prometido", una novela sobre la trata construida con armazón histórico y luz literaria que vuelve a circular por estos días, la escritora Elsa Drucaroff pone en foco el amplio espectro de las esclavitudes donde inciden personas con intereses comunes a través de un lenguaje que legitima la violencia y la vileza.
¡Vas a terminar en Buenos aires! maldice una madre judía a su hija quinceañera. El anatema solo resulta comprensible en el devastado rancherío polaco de 1920 donde se pronuncia, es decir, en el contexto argumental de esta novela reeditada por Marea Editorial que se presentó esta semana.
Aquel conjuro materno no deja de sorprender ¿De qué Buenos Aires hablamos? ¿Cuándo esta ciudad fue sinónimo de perdición, de tragedia? ¿Lo sigue siendo hoy? Quizás sí, porque se habla de una cruenta historia de trata, de un relato que hace foco en el amplio espectro de las esclavitudes donde inciden personas con intereses comunes y se cuela, también, la potencia de un lenguaje que legitima el delito, el abuso, la ruindad.
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En la presentación del volumen, tres voces literarias abordaron la cuestión y la trama. La cita, en un bar arltiano, en el corazón de Boedo como rezaba la invitación, contó con equipo de lujo: Agustina Bazterrica, Guillermo Martínez y Guadalupe Castagnola una muy joven BookToker, quienes conjugaron el enfoque de tres generaciones de lectores y lecturas. Todo un acierto, considerando que la propia protagonista de esta novela es una adolescente entre adultos, cuya perspectiva ayuda a entender también ciertas señales del presente.
Drucaroff construyó con destreza y enorme trabajo de investigación una novela que aún sin el poderoso eco social que despierta es literatura intensiva, narcótica. Con garra de policial, con personajes oscurísimos o radiantes, con roces de época, con guiños equívocos y enigmáticos. El infierno es contenido y continente; es un barco donde las desgracias navegan y se transportan revanchas en trenes confusos. Todo ocurre entre varones miserables o nobles en su locura, entre hombres y mujeres de moral opaca, imprecisa, como la condición dudosa de víctimas o victimarios entre quienes habitan este infierno.
La red es clave, como elemento articulador del guion y del drama real. Porque, en tanto red, además de ocupar territorio, atomiza las responsabilidades: esa funcionalidad omnímoda es la razón por la cual, desgraciadamente, sigue existiendo. Y logra, en el caso de la trata de personas, una casi perfecta invisibilización: no está ocurriendo nada que no se sepa. En el fondo, todo está avalado por cada microacción de los miembros: testigos indiferentes, proxenetas, clientes, inversores, familiares, funcionarios y políticos corruptos. El primer hallazgo de esta novela es, pues, ponernos frente a esa perversidad sobre algo que también ocurre hoy, en esta misma ciudad, en esta Buenos Aires tan distinta de aquella.
La desventura, sellada por intuición de la propia víctima, y regada por la maldición de su progenitora, empieza cuando la hija maldecida es capturada como un animal o un ser humano en tierras de conquista. En este escenario, son cazadores americanos quienes viajan a la Europa pobre a buscar presa.
A Dina, casi niña, la entregan: cierto rufián porteño se la lleva del paupérrimo pueblito polaco para subirla a un buque y esclavizarla en Buenos Aires. El matón y su tramoya están amparados por la organización mafiosa Zwi Migdal, con pantalla de mutual y conocida en Argentina como La Varsovia.
La chica, ya a en cautiverio, es forzada a una pesadilla de ribetes reales que la autora se ocupó de investigar y describe al dedillo. Druki (así llaman a la escritora en cercanía) viajó ella misma a Polonia y documentó el mecanismo que hace a su trama; esto permea, pluma mediante, la veracidad que irradian sus líneas.
Cuando entiende que fue emboscada por traición de los propios parte decisiva de una auténtica red y ya camino al calvario, Dina lo hace verbo: Ellos no quisieron saber, yo sí. Yo sé a qué voy, yo entiendo, ahora yo tengo los ojos abiertos.
Lo cierto: la red en cuestión es mucho más amplia de lo que puede constar en expedientes judiciales y escalarse en pesquisas; en ella, gran parte de los miembros, encubridores o cómplices, eluden pertenencia. Diluyen su responsabilidad en una conveniente división del trabajo.
El mal mismo atomizado, la ignorancia suicida de aquella vecindad polaca, su nazismo incipiente, el patriarcado como ley implícita y explícita religión, son el germen de la desgracia creciente. Que se expande voraz, porque la red es, en efecto, más colectiva de lo que se dice: abarca a la familia, a los amigos, a la aldea aquí expugnada por la remañida pero cierta banalidad del mal de Arendt.
La babilónica capital de Sudamérica a donde Dina llega con sórdido pronóstico, arranca otra óptica particular, otra posibilidad de extrañamiento para acaso empatizar con las potenciales víctimas: La ciudad era hermosa, tan hermosa como aterradora ( ) aunque estaba ahí para hacer algo horrible, no pudo evitar la alegría de la velocidad del auto, de su ropa nueva, del desfile, de ese mundo que bullía por la ventanilla. Y de estar lejos, muy lejos. Todo el océano en el medio.
Dina irá a parar a un prostíbulo de Boedo, barrio donde, a su vez, cobran forma los cruces, o crossovers literarios: el rufián melancólico de Roberto Arlt y hasta una encarnación del mismísimo aguafuertista porteño. Personaje-autor también llevado al texto en Fémina infame. Género y clase en Roberto Arlt reciente ensayo que la hiperactiva Drucaroff acaba de presentar, hace apenas un mes.
El infierno prometido fue publicada por primera vez en 2006, antes de la Ley IVE, antes del Ni una menos y la Marea verde, en un antes que hoy parece prehistórico. Un antes que, como el antes del voto femenino o el divorcio, resulta incomprensible a quienes nacieron a partir del 2000.
Vale la pena subrayarlo: aun más allá de su consistencia testimonial o incluso documental la novela despliega una orfebrería literaria notable. Por precisión de perfiles, por su clima de época, su color de zaguanes, patios, gestos, modismos, aromas, sonidos. Por su manejo de las voces y la traza de sus fisonomías. Y porque, finalmente, conjuga con la misma fluidez una historia de amor, un drama, y un afiladísimo policial donde el suspenso manda y el deseo trepa, repta, sobrevive a crueldades y dolores. Todos los cuerpos, el cuerpo laten y habitan en esta novela tan extensa como vertiginosa, tensa, acaso liberadora.
Con información de Télam