La editorial Milena Caserola publicó Sueños como cuchillos, nueva antología de la autora Gabriela Mayer. El Destape pudo acceder a un fragmento exclusivo del libro de cuentos lanzado por el proyecto independiente y autogestivo que cuenta con una variada oferta de textos narrativos y poesía en su catálogo.
El Esquive
La voz me propone el juego. Y no puedo resistirme. El motor del Ford Fiesta plateado arranca con un chillido particular. Doy marcha atrás. En una sola maniobra esquivo el viejo Polo azul estacionado adelante.
Ya jugué otras veces, aunque solo un rato. La voz me desafía. Quiere que hoy juegue hasta el final. Por suerte tengo el semáforo en verde. Tomo la avenida. Acelero. Atravieso a toda velocidad el viaducto más largo de Buenos Aires, ese que justo acaban de inaugurar. A mis costados desfilan los murales convertidos en líneas difusas de colores.
Durante el juego, el auto no puede parar. La regla básica es no poner nunca punto muerto. Esquivo autos que frenan por luz roja y también los que andan lento. Una vez que se inicia, el zigzagueo es adictivo.
Le calculo demasiado finito a una Suran gris; le toco el paragolpes. Y, tal vez, el guardabarros. Veo por el espejo que el conductor pelado, lentes de sol oscuros acelera, me persigue. Pero claro que no podrá alcanzarme en pleno desarrollo del juego. La voz permanece en silencio. Entenderá que recién estoy empezando.
No sé a quién se le ocurrió hacer estas avenidas doble mano. Es casi imposible agarrar la onda verde. Cada par de cuadras se vuelven necesarias maniobras dificilísimas. Hago luces. Toco bocina. Y me adelanto a los autos que sí respetan los semáforos. En pleno esquive, rozo a un Logan gris al cruzar Salvador María del Carril. Apenas un rayón en el guarda barros. Qué auto no circula con un magullón
por la ciudad de Buenos Aires.
El conductor, un gordito retacón de remera y bermuda blancas, se baja agarrándose la cabeza. Después gesticula y posiblemente grita en mi dirección. La gente exagera mucho. Si te descuidás, se preocupan más por el auto que por sus propios hijos. Es un pedazo de chapa con un motor. No más.
Al fin doblo por una avenida mano única. Tengo que pegarme a la bocina. Un viejo con boina, a punto de cruzar Congreso a paso de hormiga, se detiene. Los peatones son lo peor. Un auto lo abollás y listo. Pero llevarte puesto al tipo es flor de quilombo. La voz sigue callada. Seguramente confía en mí. Ahora, con la onda verde, tendría que ser todo más fácil. Aunque resulta que tampoco están coordinados estos malditos semáforos. Parece hecho a propósito para
perjudicarme.
Así que otra vez a adelantarme a los que se paran. Como es mano única, ya no puedo meterme contramano. Sigo tocando bocina. En un semáforo rojo, con dos autos parados adelante y sin ningún carril libre, no me queda otra que subirme a la vereda. Me llevo puesto uno de esos tachos de residuos berretas. Si no se rompen hoy, alguien los romperá mañana. Una vieja con pañuelo multicolor en la cabeza y changuito da un salto para atrás.
Por Congreso funcionó bien el esquive. Hasta ahora, que toco un Fiat Palio verde. Apenitas, de costado. Lo rocé al adelantarme. Feísimo color de auto. La voz reaparece y solo dice que se lo merecía. La conductora del Palio, un manojo de nervios, se baja. Qué mal vestida está. Considerando el color de su auto, era lógico. Pero esta no, no me persigue. Entre mujeres jamás llegamos a las manos por un incidente de tránsito. Siempre habrá un respeto mayor que entre dos tipos que manejan.
La que vuelve de golpe es la Suran gris. Viene a toda velocidad. El pelado saca la cabeza por la ventanilla y me grita. Su paragolpes repiquetea sobre el asfalto.
Calculo que a unas pocas cuadras está la General Paz. La voz casi nunca estipula hacia dónde tengo que ir. Si no me habla, voy a tomar para el lado más despejado. Seguramente en sentido a la Lugones habrá menos coches. No puedo distraerme mucho. El tipo de la Suran está por alcanzarme. Él tampoco para en los semáforos en rojo.
Doblamos; yo primero, él después. Enseguida nos metemos en la autopista. Tomo la curva pronunciada. Una maniobra que necesariamente me obliga a reducir la velocidad. Siento dos, tres empellones de la Suran. Hasta que llego a una recta y acelero a tope. Me meto en plena General Paz. La Suran perdió el paragolpes, pero no su frenesí persecutorio.
En la autopista el juego se simplifica bastante. No hay peatones ni semáforos. Solo es cuestión de encontrar el carril que fluya más rápido. Algún zigzag ocasional. Me lo voy a sacar de encima. Y a continuar con el desarrollo normal del juego.
La aguja del velocímetro sube. La luz del combustible se prende por un momento. Ahora se enciende otra, una jarrita de color naranja. El mecánico dice que no tiene importancia.
La voz me alienta a seguir, sin especificar hacia dónde. Dice que estoy esquivando bien. Continúo avanzando a toda velocidad. En un zigzag a la altura de Tecnópolis vuelvo a calcular mal. Le arranco el espejo a una Ecosport negra de vidrios polarizados. No para de tocar bocina. El brazo de un traje aparece, amenazante, por la ventanilla. Típico de empresario en 4x4.
El tráfico se pone denso. El esquive es cada vez más necesario. La Suran está cerca de alcanzarme. Ya se hizo de noche. Lo bueno de la General Paz es que no tiene peajes. A la altura de Donado, tomo la bifurcación hacia el Acceso Norte. Prendo las luces. No vaya a ser que me pare la policía.
En la curva que conduce al Acceso Norte toco una moto que trata de pasarme demasiado lento. Las motos, siempre las motos. ¿No hay un solo tipo que se suba a una moto y maneje bien? Por el retrovisor lo veo tirado en el piso. Después se incorpora despacio. A lo sumo, un raspón. Acelero, la Suran me perdió el rastro. La disyuntiva es tomar la colectora, sin peajes pero más lenta, o la autopista. La voz sigue sin hablarme. “La duda es la jactancia de los intelectuales”, decía alguien, no me acuerdo quién. Así que sin titubear doblo a la izquierda para meterme de lleno en la autopista.
Las luces, la bocina, el esquive. Es un juego difícil. Y más en su versión extendida. Pero qué bien vengo. Ahora se apaga la luz de la jarrita naranja y se prende la de la reserva de combustible. Me distraigo un segundo, calculando cuánta autonomía me queda. El auto se desvía apenas del carril. Toco sin querer el guardarraíl. Pierdo el espejo. Tal vez es una maldición que me mandaron antes la Ecosport o la Suran. Tomo el volante con firmeza, lo enderezo. Creo que tampoco funciona la luz delantera izquierda. Se habrá arruinado con el raspón.
La aguja del velocímetro continúa subiendo. Algo me dice que el juego ahora sí está por terminar. Cómo me gustaría que la voz me hablara más seguido. Aunque ella es así. Aparece cuando quiere. Se prende otra luz. Puede ser la del líquido de frenos. Por mirar el tablero no logro esquivar al auto de adelante. Es un Peugeot 306, que hace un trompo. La conductora, una rubia platinada, se aferra con terror al volante. Otra idiota de Nordelta, seguro. Me adelanto por la derecha. Por el espejo veo que la rubia recupera el control del Peugeot.
Dejo atrás dos motos Harley Davidson que van juntas. A una le paso cerca, aunque ni la rozo. El motoquero gesticula, amenazante, en mi dirección. Si no te hice nada, llorón. ¿Te pensás que porque tenés esa moto sos el dueño de la Panamericana?
Ahora sí, el ramal Tigre. Me gusta ir para ese lado. Me vuelco de golpe del carril izquierdo al derecho. Un colectivo 21 tiene que frenar para darme paso. La voz seguro que está contenta. Vengo jugando más que bien.
A unos cientos de metros, distingo las luces del peaje. Me puede hacer perder. Y sería una verdadera pena. Pero para cada problema hay una solución. Sí que la hay. Y eso que en este momento aparece otra vez la Suran gris. Se aproxima a toda velocidad. Entonces acelero también. No tengo Telepase, nunca lo tuve. Ni pienso tramitarlo. Me dirijo a una de las cabinas de pase automático. No hay tiempo de pensar. La voz está callada, porque confía en mí. Así que no dudo. La barrera vuela alto luego del impacto, que la corta de cuajo. Y viene a dar en el parabrisas de la Suran. A cada cerdo le llega su San Martín, grito, feliz.
Casi llegando a Tigre, el auto tironea. El tanque ya debe estar prácticamente vacío. Tomo la vía rápida que lleva al puerto fluvial. El motor escupe, sin combustible. Arrimo el auto a un costado. Bajo del coche a inspeccionar los daños. Agarro el bidón del baúl. Y empiezo a caminar a la estación de servicio más cercana, retrocediendo hacia la autopista. Avanzo en sentido opuesto a los autos, que encandilan al pasar.
Siento mucha sed. Apenas llegue voy a comprar una gaseosa light. Sopla un viento fresco, que me peina los mechones de pelo hacia atrás. Me cierro el suéter hasta el cuello. La luna se filtra, de a momentos, entre las nubes. La voz reaparece. Me felicita. Andá a descansar, dice. Que mañana tenés que levantarte temprano. Te toca esquivar hasta Gualeguaychú.
Mención del 19 Concurso Nacional de Cuento Corto Babel