Adelanto: Fragmento exclusivo de Fundidos a negro, de Blas Matamoro

El Destape accedió a un fragmento exclusivo de Fundidos a negro, novela escrita por Blas Matamoro y reciente lanzamiento editorial del sello Blatt & Ríos.

09 de agosto, 2022 | 21.51

El sello editorial Blatt & Ríos publicó Fundidos a negro, novela del escritor, ensayista, crítico musical y fundador del Frente de Liberación Homosexual junto a otros intelectuales, y El Destape accedió a un fragmento exclusivo. Fundidos a negro sigue la historia de unos personajes y sus familias durante tres décadas. La Argentina como crisol de razas, la inmigración, los curas, los militares, los jueces, las amas de casa, las estrellas de televisión entran en la novela y representan un papel. El papel que les toca, que es uno más en la Historia argentina. 

Fragmento de la novela Fundidos a negro

1966

Buenos Aires

Frente a la Facultad de Derecho, a punto de subir la esca- linata, conversan Carlos María Lavelle, llamado Carlucho, y Marcelo Campillo, llamado Marso. Es invierno, es de noche. Ven pasar un par de camiones cargados de militares.

—Ahí van los que darán el golpe de Estado —dice Carlucho.

—¿Estás seguro? Más bien parece que van de maniobras. Por acá hemos visto pasar muchas veces esos vehículos con soldados —dice Marso.

—¿Qué te apostás que esta noche o a más tardar mañana a la noche dan el golpe? Te lo digo porque en casa están muy contentos estos días, dale hablarse con el abuelo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que se va a realizar el sueño de su vida: una dictadura fuerte, sólida, duradera. Como la de Franco en España, un país organizado, todo el mundo sometido a una jerarquía, por fin la Argentina ordenada, encaminada hacia su futuro de grandeza…

—Pero ¿no escarmentaron con las dictaduras anteriores?

—Nadie escarmienta de sus sueños, Marso. Nosotros somos jóvenes y no nos damos cuenta, pero yo, que he visto a dos generaciones de ilustres señores Lavelle, sé lo que te digo.

Esto lo están soñando desde 1930, cuando mi abuelo salió a la calle con una bandera nacional a dar vivas a Uriburu. Era el Mussolini argentino. Ya ves cómo son las cosas.

Ambos muchachos entran en la Facultad y caminan por los corredores y el hall de los Pasos Perdidos. A sus espaldas queda la suntuosa ciudad, guiñando sus luces. Dentro hay grupitos que hablan animadamente y se miran unos a otros como con desconfianza. De uno se desprende un joven alto y rubio, con aire deportivo, vestido con empaque.

—Bordagaray. Este seguro que se ha metido en la cosa —dice Carlucho a Marso en voz baja.

—Don Carlos, usted será de los nuestros, me figuro —dice a Carlucho Bordagaray.

—En cuanto sepa quiénes son ustedes.

—Todo un Lavelle Bordignac no se podrá negar a lo que está por venir.

—¿Esta vez va en serio? Porque mirá que no sería el primer patinazo de un general…

—Esta vez va en serio para bien de la nación, don Carlos. Hay un hombre con todo el bigote al frente. Se acabó la charlatanería demoliberal, ahora la juventud va a ser educada en campos de entrenamiento y a esos judíos y comunistas —dice señalando a otro grupo— no les van a quedar ni las ganas de acordarse…

—Bueno, yo me voy con el compañero a la biblioteca. Nos faltan un par de materias para recibirnos y tenemos que aprovechar el tiempo.

Carlucho y Marso siguen su camino mientras Bordagaray se saluda con alguien extendiendo el brazo derecho y tratándose como “camaradas”, según se oye desde lejos.

—Pero si es mentira. Nos faltan más de dos materias —dice Marcelo.

—Qué importa. Borda es un poco fanfarrón y hay que seguirle la corriente.

Por la escalera principal bajan algunos estudiantes. De tanto en tanto, se detienen, dejan de conversar y miran hacia la ciudad. Uno de ellos dice:

—¿No les parece que Buenos Aires se ofrece como para ser conquistada?

—Arriba, juventud de la Argentina, brillante porvenir de mi nación —dice otro.

Todos ríen y siguen bajando la escalera.

Comida del domingo en la mansión de los Lavelle. Viejo pala- cete de un barrio elegante. Se bebe el aperitivo en el despacho del doctor Gastón Lavelle, eminente jurisconsulto civilista. Entre las estanterías de madera de cerezo, con sus comentarios al Código Civil, sus tratados de la materia y colecciones de revistas jurídicas, sus fotos con célebres colegas, pompas académicas de Francia y España. Tras su sillón, gran retrato del coronel Hervé Lavelle, que llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, acompañando al embajador conde Colonna-Walewski, hijo natural de Napoleón. Se comenta la actualidad política.

—Bueno, parece que esta vez hemos acertado con el hombre —dice Gastón.

—Sí, tiene un aspecto espléndido —dice Roberto, su hijo, juez en lo civil.

—Es un tanto misterioso —dice Carlucho —, habla poco y apenas se ríe.

—Es militar, hijo —dice su madre, Nené Bordignac de Lavelle.

—Claro, militar. Austero, silencioso, disciplinado. Toda una garantía para la nación —dice Roberto.

—Es un hombre digno de esa tradición que se cortó en 1943, cuando todos esperábamos la gran revolución nacional—dice Gastón—. Allí había unos hombres con la cabeza bien puesta, con la doctrina de Mussolini pero sin sus veleidades cesaristas, y la vocación ordenancista de Franco. La macana fue que apareciese Perón.

—Era el más listo de todos, abuelo —dice Carlucho.

—Sí, el más listo y el más sinvergüenza —dice Gastón—, que se aprovechó de la revolución nacional para su negocio personal. Si tenía todo en su mano: las ideas fascistas, el dinero de la deuda inglesa, un país resurgente y pacífico en un mundo destrozado y hambreado. Podía haber llevado a la práctica los ideales de la gran Europa, cuando Europa estaba siendo arrollada por los comunistas y los judíos. Ese era el destino argentino, ser la Europa del Cono Sur. Para colmo, le dio paso a una mujer de baja estofa.

—Era una mujer sufrida que hizo mucho bien a su manera

—dice Nené—. No la juzguemos desde nuestro mundo. Ella era de otro medio muy distinto, don Gastón.

—Habrá hecho todo el bien que quieras, Nené —dice Gastón— pero las ideas y la dirigencia no son cosas de mujeres. Ustedes tienen otras virtudes pero no esas. Además era cruel, tan cruel como puede serlo una mujer cuando sale cruel.

—Pero abuelo, ¿no cree que Perón era un elemento moderador frente a ella, que era como el desorden hecho persona? —dice Carlucho.

—Puede ser. Lo cierto es que Perón acabó quemando iglesias y poniendo el divorcio. Parecía un masón más que un militar —dice Gastón.

—Vos, Nené, ¿qué opinás de la mujer del presidente? —dice Roberto.

—Se ve que es toda una señora, que no se mete en lo que no le importa, muy devota, muy seriecita, muy de su casa —dice Nené—. Una de esas mujeres que le gustan a don Gastón.

—No te rías, hijita —dice Gastón—. Vamos a ver qué opinás cuando Carlucho nos presente a su candidata.

—Todavía es muy temprano para eso, ¿no, hijo? ¿Cuántas materias te faltan para recibirte? —dice Roberto.

—Unas cuantas. Más de las que me gustaría —dice Carlucho.

—Bueno, está bien, no lo hostigues al muchacho —dice Gastón—. Mientras termina su carrera va haciéndose práctico en el juzgado. ¿Qué tal te trata el juez, mi exalumno Pepe Valtierra?

—Me trata bien. Creo que tiene miedo al apellido. Oye Lavelle y se le presenta usted, abuelo —dice Carlucho—. El trabajo de oficial es el mejor. Uno cose expedientes, conoce a la fauna que viene detrás del mostrador, no se hace responsable de nada porque se supone que todo lo decide Su Señoría.

—Voy a ver qué pasa en la cocina —dice Nené—. Me parece que se va haciendo la hora de comer.

—Ahora que estamos entre hombres —dice Roberto— les comunico, caballeros, que esta noche hay mesa de póker en lo de mi cuñado Bordignac. Y ahí se toma whisky del bueno.

—Sí, hasta que a los reyes de la baraja se les caen las coronas —dice Gastón.

Todos ríen y brindan con sus aperitivos.

Almuerzo dominical en casa de los Campillo.

Un comedor de clase media en un barrio decente y modesto. A la mesa se sientan el padre, Evaristo Campillo, empleado municipal en la Dirección de Parques y Jardines; la madre, Elsa Luzatti, dueña de una peluquería en el barrio; los hijos, por orden de edad: Nenucha, Elena y Marcelo, llamado Marso.

—No sé qué tal han quedado los tallarines —dice Elena—. Tuve una buena maestra, mamá, pero la alumna… en fin.

—Están muy bien, hija. Ya hay dos excelentes cocineras en la casa —dice Evaristo.

—En cambio, a mí la cocina se me da muy mal —dice Nenucha—. Creo que si me refugio en una isla desierta sobrevivo comiendo cocos.

—Eso si hay cocoteros, que si no… —dice Marcelo.

—Hay cosas peores —dice Evaristo—. Hay gente que se ha comido crudos a sus semejantes. En esos accidentes de avión cuando los pasajeros van a parar a unas montañas peladas, donde no queda nada para comer, cualquiera se vuelve caníbal.

—Será en algún país salvaje. En la Argentina esas cosas no pasan —dice Elena.

—Tiempo al tiempo. Vamos a ver cómo pinta este nuevo gobierno —dice Evaristo—. ¿Qué se dice por la Facultad de Derecho, hijo?

—Un poco de todo —dice Marcelo—. Los nacionalistas están contentos, los radicales están desorientados, los comunistas dicen que se viene el fascismo…

—¿Y los peronistas? Porque alguno habrá —dice Nenucha.

—Pocos. Perón es un recuerdo lejano. Además, como no ha dicho esta boca es mía… —dice Marcelo.

—Tuvo sus cosas buenas y sus cosas malas —dice Elsa—, como todos los gobiernos.

—Perón fue una vergüenza nacional, qué bueno ni malo.

Un gobierno de atorrantes —dice Evaristo.

—Tampoco es para tanto, viejo —dice Elsa—. Nadie me- rece que lo echen de su país, que no pueda volver, que esté lejos de los suyos, más si se trata de un hombre mayor como Perón, que cualquier día se muere de tan anciano que está.

—Este gobierno parece que tiene a todo el mundo de su parte, pero no es así, esta calma por algún lado reventará —dice Marcelo.

—Tuvo a su favor el desprestigio de gobiernos anteriores—dice Nenucha.

—Esa es una virtud fácil. Cualquiera es capaz de denun- ciar los males ajenos —dice Marcelo. En la universidad es- tamos esperando a ver qué hace Onganía. Lo único que se sabe es que es católico y chupacirios.

—Bueno, en esta casa todos somos católicos —dice Elsa.

—Sí, pero no clericales, que es algo muy distinto —dice Evaristo—. Los curas, en lo suyo, están muy bien, pero que no se metan en lo que no les importa.

—En Filosofía y Letras nadie sabe lo que va a pasar pero todos saben que algo va a pasar —dice Nenucha.

—Esa es la desorientación que se le inculca a la juventud de hoy —dice Evaristo—. Lo peor para un joven es no saber lo que va a pasar. A nosotros, en cambio, nos enseñaron que el país estaba en el futuro. Todo lo mejor iba a venir. Y así nos fue. Gobiernos que duran dos años, golpes de Estado a cada rato, peleas entre milicos, un desastre…

—Papá, lo mejor que tiene la juventud es un futuro por delante —dice Nenucha—. Todo por hacer, todo a nuestra disposición, todo para nosotros…

—Después vienen los problemas —dice Elsa—. Con los años ves que no tenés todo el mundo entre las manos, que tenés un poquito, un cachito nada más. Una casita, una pequeña familia, una peluquería de barrio…

—Bueno, vieja, vos no te podés quejar —dice Evaristo—, tu negocio va de viento en popa, cada día más grande. Antes tenías una sola aprendiza, ahora una oficiala y una ayudante, ¿qué me contás?

—Esa no la sabía, mamá —dice Nenucha—. Estás hecha toda una empresaria. Vamos a brindar por doña Elsa, la duquesa del barrio.

Todos brindan y ríen.