El Destape accedió a un fragmento exclusivo del libro Señales de vida. Literatura y neoliberalismo, escrito por el investigador del CONICET Fermín Rodríguez y editado por Eduvim. El lanzamiento pretende dar cuenta de una serie de escrituras que encuentran en la vida precaria su política.
Extracto del prólogo de Señales de vida. Literatura y neoliberalismo
Sin pretensión de sistematicidad, este libro es una cartografía, a través de la literatura, de una serie de transformaciones de los regímenes de poder y de sentido que, desde fines del siglo XX, vienen alterando de manera imperceptible los modos de producción de realidad y de subjetividad. No es una historia, porque la historia supone un proyecto, un mandato, un movimiento progresivo del sentido hacia cierta meta, y lo que comenzó por los años de la posdictadura, y que quisiera mapear, es un proceso abierto que junta cuerpos, acontecimientos y percepciones sin cerrarse sobre un sentido último: la vida, puesto que de eso se trata, va sin plan, fluyendo en una sucesión continua de acontecimientos sin conexión causal ni implicación lógica alguna. No hay un fin hacia el que tienda la vida –un “sentido de la vida”–, pero hay una lucha efectiva en la vida por incrementar su poder y producir lo nuevo, creando fines divergentes, líneas de fuga o líneas del afuera. Como para los personajes de la novela de Fogwill, vivir es vivir afuera de la esfera de la causalidad de los grandes relatos, decantando hacia lo inacabado y lo no formado de un proceso en constante mutación, hecho de discontinuidades y saltos.
No hay entonces un sentido que confiera una inteligibilidad a lo que sucede, no hay ninguna estructura antes del acto de entrar en un flujo de signos y acontecimientos creadores de formas nuevas, para experimentar con lo sensible y percibir, en el devenir paralelo de las palabras y las cosas, el significado de las formas que flotan en el tiempo como los restos de un naufragio. Lo que sí hay, en cambio, es una inmensa red de signos surgidos de la parte no escrita de la vida, moléculas de vida social que, en sus vibraciones y resonancias, retienen las intensidades de una época en la que ya se anunciaba, como inminencia o latencia, lo que iba a venir unos años más tarde. Son señales de vida que la literatura, en su modo menor, no dejó de emitir a través de una serie de actos de escritura que, huyendo hacia adelante, interrumpieron el relato del crecimiento económico para transportarnos a través de la escucha, la imaginación y la escritura hacia otros tiempos y otros espacios cubiertos de escombros y desperdicios. La literatura se colocó en la otra cara del progreso para mostrar, en vivo y en directo, la modernización neoliberal como catástrofe, como crisis y estado de excepción, como violencia de clase y empobrecimiento planificado de una mayoría de la población obligada a valerse por sí misma. El neoliberalismo no tiene nada de liberal, y el progreso que promete lleva inscrito en su reverso un desarrollo “lumpen”, una colonización interna de franjas de población empobrecida y marginalizada por un sistema capitalista no sustentable que rige por hambre, terror económico y reproducción autoritaria del sentido.
Latencias micropolíticas en el borde de los discursos activan la lengua para hacer aparecer, en el registro de lo afectivo y lo perceptivo, lo real de un cambio sentido e imaginado por los escritores y escritoras antes de poder ser gestionado conceptualmente por otros discursos. La vulnerabilidad de lo viviente, con toda su carga de ambivalencia e indeterminación, se vuelve el material privilegiado de ficciones pobladas de vida, donde el hecho de vivir común a todos los seres vivientes se convierte en instancia de búsquedas estéticas e indagaciones políticas que conducen a la generación de formas nuevas. Se trata de formas de vida precarias, menores, de baja visibilidad, entrando y saliendo de escena, carentes de los signos fuertes del heroísmo, la tradición, la 15 autoridad, la revuelta o el deseo que abundan en los grandes relatos de las modernizaciones latinoamericanas.
La literatura pertenece al mundo, está inmersa en la vida y tiene la habilidad de moverse entre flujos cruzados de enunciación, de percepción e imaginación para registrar en ese ir y venir entre series heterogéneas las intensidades de los futuros en ciernes. Tal vez por eso tiene más para enseñarnos sobre las mutaciones subjetivas que atraviesan una época que las ciencias económicas, las ciencias humanas o el psicoanálisis. Los espacios de las novelas se pueblan de sujetos que viven estas transformaciones y leen desde la precarización, la flexibilización y el empobrecimiento lo que pasa en torno a ellos. Son vectores de cambio; subjetividades heterogéneas que intentan revertir diariamente la explotación y la dominación, creando maneras diferentes de vivir el tiempo, el cuerpo, el trabajo, nuevas relaciones con la economía y la política, nuevas maneras de estar juntos. Todo comienza con una huida de la forma, para luego hacer ver y concebir un contenido que está en ruptura con los posibles e imposibles del poder. No hay representación, no hay interpretación, sino captura de fuerzas transformadas en formas heterogéneas al orden de cosas establecido, formas de vida, de hacer, sentir y pensar, esparcidas por espacios poblados de voces y lenguajes en germen.
Así, entre los sin techo de la ciudad ruralizada de El aire o entre los jóvenes corriendo la liebre por los fuera de campo de El desperdicio, en las caminatas alucinadas de La Villa, tirando de un carrito de cartonero; entre los colimbas de Los pichiciegos y las trabajadoras precarizadas de Mano de obra y de 2666, entre los marginales de Vivir afuera, los villeros de La Virgen Cabeza y los niños sicarios de La Virgen de los Sicarios, lo más importante parece ser lo biológico, lo somático, lo sensorio-motriz, lo estético, la realidad biopolítica de lo corporal como objeto de un nuevo régimen de significación que junta cuerpos para mostrar que son cuerpos igualados por procesos materiales presubjetivos –aunque de ningún modo presociales– que tienen lugar dentro y fuera de ellos; procesos físicos y químicos, pero también económicos, biopolíticos, sexuales, que están operando una reconversión subjetiva a nivel colectivo. Son historias de cuerpos que se encuentran afectivamente en el mundo, sin hondura psicológica, activados por cadenas de reacciones sensoriales que, en conflicto con las representaciones, ponen de manifiesto la capacidad que tiene un cuerpo de abrirse paso por la esfera de la experiencia sensible para descifrar el mundo desde su condición de viviente.
En este sentido, este libro pretende ser una reivindicación del poder de la literatura y del arte en general de interactuar con esa emisión de signos fragmentarios excluidos de las ficciones consensuales que, hacia fines de los años 80, hablaban del final de la historia porque el tiempo del mercado, el eterno presente del consumo reproduciéndose a sí mismo, comenzaba a desplazar la temporalidad de los proyectos políticos (que es también la temporalidad de la obra de arte modernista). Sus páginas tienen fugas por todos lados y arrastran todo tipo de cosas, sin dejar de estar cerradas sobre sí mismas. Entre los afectos y el lenguaje, la literatura conecta con las intensidades irrepresentables de una época para darle cuerpo a otros posibles, para construir otras realidades, otros campos de percepciones y afectos, otros dispositivos espacio-temporales que muestran que más allá del final de la historia, más allá de la reproducción ilimitada del capital invadiendo la totalidad de la existencia, hay vida, hay otras formas de constitución de mundos y de identificación de los acontecimientos, otras tramas, otras comunidades de formas, significaciones y afectos en disenso con el modo de hacer ver las cosas de las ficciones dominantes.
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Las señales de vida que recoge la ficción –acontecimientos sensibles que pasan por el cuerpo, como un escalofrío– suelen estar acompañadas de mal tiempo. Abunda el frío extremo, los cielos cargados de nubes, las lluvias torrenciales, las tormentas eléctricas, los vientos huracanados, las inundaciones. La atmósfera está enrarecida por un clima de inminencia, inestable, muy “fin del mundo”, como dice el narrador de La Villa, de César Aira, para dar cuenta de un estado de extrañamiento ubicuo que la experiencia de las fuerzas produce en el devenir del relato. La sensación de catástrofe está en el aire, y es del orden del afecto, no de la representación. Algo está pasando, aunque no sepamos exactamente qué, vivido como amenaza; algo que oscurece los cielos de historias que cambian de forma y de densidad, como las nubes de una tormenta. Golpes repentinos venidos desde no se sabe dónde impactan sobre la vida de las personas, deciden sobre su destino. Las referencias se pierden, los mundos individuales se desmoronan frente a fuerzas demasiado violentas para ser asimiladas por un sujeto expuesto en su vulnerabilidad a las intensidades de un mundo que se presenta como apocalíptico. Porque el clima es apocalíptico en el sentido literal del término: como señala Lazzarato, el apocalipsis revela, muestra, hacer ver y oír, fuerza a pensar en cosas que están pasando al ras de los cuerpos, en la vida de las personas, y que pueden leerse en los cielos revueltos de la ficción.
La temporalidad lenta de la historia, que es también el tiempo de las construcciones morosas de la narrativa latinoamericana, queda desarticulada por el tiempo de las catástrofes, un puro presente poblado de cuerpos atascados en el eterno retorno de una crisis de la que nunca se sale de pobre. El tiempo de los desarrollismos estatales, con su narrativa del progreso y sus imaginarios reformistas de inclusión a través del trabajo, la salud, la educación y el bienestar, no menos que el tiempo de los proyectos políticos revolucionarios, con su comprensión de la historia como una cadena de acontecimientos que conducen hacia la realización de una utopía social, queda borrado del mapa de la novela latinoamericana. Espesa y orgánica, la escritura se desliza por el subsuelo de la historia humana, alterando las escalas espaciales y temporales. El tiempo cronológico dejó de correr por las páginas de ficciones empantanadas en el presente de un paisaje por el que se suceden, a la velocidad de la crisis, construcciones destinadas a no durar, hechas de materiales efímeros, en equilibrio inestable entre la reproducción de lo mismo y la irrupción de lo nuevo. Un nuevo arte de hacer realidad se está jugando en estos textos que reescriben el guión normativo de la literatura nacional a partir de una vida precaria que es tanto un material como un procedimiento formal, una técnica de hacer que las cosas sucedan a la velocidad y con la violencia de descomposición de la crisis. En este sentido, las ficciones de vida hicieron historias con la crisis, con el apuro de sus construcciones, la velocidad de sus transformaciones, la vulnerabilidad y versatilidad de sus cuerpos y sus afectos, la fragilidad de sus materiales, y, sobre todo, la energía de sus pragmáticas.
¿Cómo hacer vivir, en el plano literario, la multiplicidad de estos procesos de bifurcación de voces, de formas expresivas y semánticas? Detalles que no cuentan para la narrativa del progreso se arremolinan en configuraciones de tipo atmosférico. El tiempo como sucesión de acontecimientos materiales, que actúa sobre los cuerpos y las cosas sin que pueda ser medido por los plazos de los proyectos humanos, desplaza al tiempo de los encadenamientos históricos de acciones y efectos. Sin embargo, entre un acontecimiento y otro algo puede pasar, un desmoronamiento o un derrumbe por el que afloran otras temporalidades. De ahí los pozos, agujeros, erupciones y fisuras que se abren en tantas páginas, reventando la corteza de la representación para hacer emerger, bajo la forma de fuerzas geológicas, otros tiempos y memorias que irrumpen en la novela de manera no causal. La cueva de Los pichiciegos, las excavaciones de La introducción, el géiser de El desperdicio, el chorro de La Virgen Cabeza o los abismos a los que se asoman a mirar la ciudad los personajes de El aire y La Virgen de los Sicarios son los puntos de fractura de un presente atravesado por tensiones superficiales que desestabilizan el suelo de sujetos que en cualquier momento se vienen abajo. Caídos en sus cuerpos, son los náufragos de un país que se está hundiendo, extraviados en un territorio remoto, perdidos en la historia.