Aunque ya pasaron 40 años, la guerra de Malvinas sigue siendo una herida abierta en la historia de la Argentina, un episodio que no se cierra. Se ha escrito mucho sobre el tema a lo largo de este tiempo pero no hay, que sepamos, ningún libro en el que se haya convocado a distintos escritores y escritoras, de diversas generaciones y estéticas, a escribir sobre ella ahora, tantos años después. La guerra menos pensada. Relatos y memorias de Malvinas, antología compilada por Victoria Torres y Miguel Dalmaroni que reúne 17 relatos de destacados autores entre los que están María Teresa Andruetto, Marcelo Figueras, Ariana Harwicz y María Sonia Cristoff, propone saldar esa deuda. A la vez, aporta una cuota de Memoria al trágico evento de la historia argentina.
Fragmento de Ismael, relato de la escritora y dramaturga Carla Maliandi
Ismael
Una tarde mi amiga Luciana dijo que le habían enseñado un juego para comunicarse con los espíritus. Le pedí que me lo enseñara a mí. A ella no le gustaba mucho la idea, pero insistí. Pasábamos juntas casi todas las tardes y en general nos aburríamos mucho. Nunca nos poníamos de acuerdo sobre lo que queríamos hacer, y terminábamos tiradas en el sillón del living, bajo el ventilador de techo, jugando al Veo veo o a cualquier otra pavada por el estilo.
Ese verano yo acababa de cumplir trece años, vivía con mi familia en una casa de Adrogué y no habíamos podido salir de vacaciones. La casa era muy antigua y había que hacerle reparaciones a cada rato, la plata para irnos a la playa se gastó en pagarles a los albañiles. Nos contentábamos manguereándonos en el pasto. Y algunas noches dormíamos en reposeras, embadurnados de Off, bajo las estrellas.
Luciana dijo que para el juego de los espíritus necesitábamos una copa. Entré al comedor y, con cuidado de que no me viera nadie, saqué una de la vitrina. Subimos a mi pieza en silencio. En un papel escribimos las letras del abecedario, después las recortamos en cuadraditos y las ordenamos en el piso formando un círculo. En el medio dejamos la copa dada vuelta.
¿Y ahora?
Ahora hay que poner el dedo índice en la base de la copa y esperar a que se mueva. Los espíritus van a formar las palabras que nos quieran decir.
¿Vos creés?
Qué sé yo.
Esperamos más de quince minutos sentadas con el brazo estirado. El experimento era un fracaso. A Luciana no le importaba mucho, parecía contenta con que no funcionara. A mí me dieron ganas de levantarme para ir a hacer pis.
¿No tendremos que hacer alguna pregunta para que los espíritus sepan qué decir?
Sí... pero yo no quiero preguntar.
Bueh, pregunto yo: ¿hay alguien ahí?
La copa empezó a temblar y Luciana me miró a los ojos
¿La movés vos, nena?
Pero yo no la movía. O sí, tal vez sí. De tanto esperar ya tenía el brazo acalambrado y podía ser que un poco la moviera yo. Estuvo un rato así, vibrando sobre el piso y despacio se fue desplazando hasta la letra “S” primero y hacia la “I” después.
Luciana sacó la mano y se paró de un salto. Dijo que era obvio que a la copa la movía yo y me trató de mentirosa. Salió de mi cuarto, bajó las escaleras corriendo y desde arriba escuché cómo le pedía a mi mamá que le abriera la puerta de calle para irse.
Fui al baño y me senté en el inodoro. Pensé en lo pesada que era Luciana, conté los años que hacía que éramos amigas y todas las veces que había hecho ese tipo de escenas. Vivía en la misma cuadra que yo y tampoco había podido irse de vacaciones. Nos la pasábamos en la vereda o en mi casa porque la suya era un lugar bastante triste. El papá nunca estaba y la madre tomaba unas pastillas que la atontaban mucho, se la pasaba mirando programas de chimentos a todo volumen en la televisión y dándole órdenes con voz de dormida. En casa, en cambio, aunque el ruido de los albañiles podía ser molesto, nadie nos pedía nada y casi siempre había helado en el freezer. Pero últimamente a Luciana todo la ofendía y todo la asustaba. Me pregunté si no sería el momento de que cada una siguiera su camino.
Cuando volví a la pieza encontré a un hombre sentado en el borde de mi cama. Primero pensé que era un albañil. Siempre andaban por toda la casa, podía ser que uno de ellos hubiese entrado a arreglar algo y ahora estuviera descansando un poco.
Soy Ismael, dijo.
Sostenía un casco entre las manos y miraba las ramas del roble del otro lado de la ventana. Su ropa estaba sucia, descolorida. No pude darme cuenta si era un adulto o un chico con la mirada de un hombre grande, con el cuerpo cansado.
Se apoyó el casco en las rodillas y señaló las letras que seguían en el piso. Entendí que fuera quien fuera, a este que estaba en mi pieza lo había traído yo.