Por Ezequiel Adamovsky, historiador e investigador del Conicet, autor de "El gaucho indómito".
Como obra elegida para representar la nación, hay que decir que el Martín Fierro desentona. Porque la historia que propuso Hernández -al menos la primera parte- impugna la legitimidad de la ley y del Estado, presentadas como esencialmente injustas. No es una obra que presente la visión feliz de una comunidad que progresa: tematiza más bien las amenazas que representan el progreso y el Estado para la comunidad. Como tal, es más rica en potencialidades disidentes que en invitaciones a la concordia.
Jorge Luis Borges no se cansó de advertirlo. En 1974, turbado por el regreso del peronismo al poder y por la vena revisionista que acompañó la época, el escritor percibió con claridad que había una conexión secreta entre ese presente y la literatura de gauchos rebeldes que fue furor a fines del siglo XIX y de la que el Martín Fierro formó parte. Desde hacía unos años Borges venía insistiendo con la idea de que había sido una calamidad para la Argentina que el Martín Fierro hubiese resultado elegido como el gran libro nacional, en lugar del Facundo de Sarmiento, en su opinión mucho más propicio para un país que quisiera ser civilizado. Como si Leopoldo Lugones, al proponer en 1913 a un gaucho matrero como arquetipo de la nación, hubiese hecho lugar inadvertidamente a la barbarie que Sarmiento había conjurado, desencadenando consecuencias políticas constatables décadas más tarde. En su juventud, el poema de Hernández y el imaginario gauchesco le habían resultado más que atractivos. Pero la irrupción del peronismo había modificado su visión: para Borges estaba claro que el culto al gaucho conectaba con una narrativa revisionista y con una cosmovisión antiliberal.
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Por supuesto, Borges opinaba desde su propia posición política (y el Facundo, dicho sea de paso, tampoco es una buena invitación a la concordia nacional). Pero en algo podemos estar de acuerdo con él: el del gaucho es un emblema imposible. O, mejor dicho, no funciona como emblema de unidad, sino más bien de desunión. Síntoma de ello es su enorme ambivalencia política. Los primeros en utilizar políticamente al Martín Fierro fueron los anarquistas, que vieron en él una figura antiestatal y de lucha de clases. Precisamente lo opuesto a lo que quiso ver Leopoldo Lugones, que esperaba convertir al poema de Hernández en piedra angular de un culto nacionalista y autoritario. Durante el siglo XX la voz y la figura del gaucho fueron usadas para llamar a la obediencia tanto como a la subversión, al orden patriarcal tanto como a la rebeldía, a la identificación con las clases altas tanto como a la lucha contra ellas. A través de las historias de matreros se invitó a despreciar a los indígenas tanto como a asumir su defensa contra el gringo y se postuló una Argentina de origen exclusivamente hispánico tanto como una mestiza y morena. Y finalmente, la figura del gaucho pudo acoplarse bien a las narrativas históricas que propuso el nacionalismo liberal (por caso, cuando se lo exaltó como hueste de San Martín o de Güemes) pero también supo impugnarlas profundamente, cuando animó visiones revisionistas y "montoneras". En fin, más que algún consenso supuesto acerca de qué somos o debiéramos ser los argentinos, el emblema gaucho encapsula nuestros desacuerdos y enfrentamientos políticos, de clase, étnicos y raciales.
Con información de Télam