“Si sabemos que alguien está jugando mal que venga la denuncia y limpiamos, pero tolerancia cero, esa es la política de la Iglesia", repetía el Papa Francisco hace algunos meses atrás, en un extracto de la serie Amén, Francisco responde en relación a los abusadores sexuales que hay en el sistema eclesiástico. Pese a la supuesta depuración iniciada por el líder de la institución, los números y casos de menores ultrajados siguen apareciendo en los títulos de los diarios y noticieros, en un llamado urgente por reconocer el daño ocasionado y finalizar con los abusos.
La noticia más cercana de los 17 niños hipoacúsicos abusados en el Instituto Próvolo, en Mendoza, reavivó un tema preocupante que ahora suma otras voces: las de dos exmonjas argentinas, Sandra Migliore y Valentina Rojas, que vivieron en carne propia los abusos de la madre superiora de una congregación franciscana, y que a más de 30 años de dejar los hábitos se animan a contar su historia en Caminemos Valentina, una película que llega este jueves a las salas de cine.
“Todo empezó cuando era una adolescente que participaba de una parroquia. Había una monjita joven que nos hablaba de la vida de San Francisco de Asís y de los ideales de esa vida, de cómo servir a los demás, de entregarse a Dios y me gustó, me sentí impactada y dije ‘Dios me llama para esta vocación’. Aunque nadie de mi familia se opuso a pesar del dolor y la incertidumbre que les provocaba, dejé todo y me fui al convento para prepararme para ser religiosa con 16 años”, relata Sandra cuando se dispone a compartir cómo fue la terrible experiencia que atravesó en el convento de las hermanas franciscanas de Cristo Rey, en San Lorenzo, en una etapa de su vida en la que estaba en plena definición vocacional.
Valentina, primero su compañera en las denuncias y hoy su esposa, se remonta a su familia religiosa y a la importancia que tuvo su paso por una escuela de orientación franciscana, aspectos que la movilizaron al punto de desear “vivir como monja para estar al servicio de los demás” y así construir un mundo mejor. Claro que la teoría no es igual a la práctica y los valores que decía profesar dicha congregación -en palabras de Valentina, un franciscano es “alguien con una adhesión muy grande a la pobreza, a la simplicidad y a generar comunión con todos los demás seres sintientes”- fueron simplemente una fachada para ocultar una verticalismo abusivo entre las monjas con mayor jerarquía.
“La monja que tiene poder pisotea generalmente a las que están bajo su mandato. Está la monja que pide, por favor, que le compren un dentífrico y está la que se compra calzado muy caro y las mejores computadoras. Esa desigualdad la vimos nosotras”, remarca Sandra. Es aquí cuando la obediencia empieza a confundirse con sumisión. Con la matriz defectuosa expuesta, Sandra y Valentina terminaron experimentando, en diferentes momentos pero por la misma persona, el abuso, marca de fuego que las hizo excomulgar de la Iglesia Católica con el dolor y la bronca que solo las víctimas así padecen, ante los “cajoneos” del clero para que no se conozcan sus historias.
“El proceso de violencia es progresivo y lleva tiempo”, acota Valentina. El primer paso es ganar la confianza de la víctima para luego avanzar sobre ella y dar el zarpazo, algo que le pasó tal cual a Sandra con Bibiana, la Madre Superiora de la congregación: “Esta mujer me acosó y quiso abusar de mí solo una vez y yo, por mi temperamento, la empujé para sacármela de encima y la amenacé con que le iba a contar a la monja que me había llevado al convento. Me dijo que no abra la boca, que ella no se metía más conmigo. Yo podía percibir que a algunas de mis compañeras algo les pasaba pero no podíamos hablar de esto”.
Sandra y Valentina tuvieron que dejar los hábitos para confirmar lo que, internamente, ya sabían: no eran las únicas víctimas de Bibiana, aún sin comparecer ante la Justicia. “Ella se escapó de una denuncia, se fue y no tuvimos manera de ubicarla. Lo que sabemos es que se cambió el nombre y se fue a vivir a otro país, a trabajar en otra congregación con otro nombre y con una espiritualidad totalmente distinta. Se encarga del cuidado de ancianos y vive en el pueblo del Carrizal, en Venezuela”, enumera Sandra aportando escalofriantes detalles sobre una mujer que debe oscilar los 75 años y que cual lobo vestido de cordero se hace llamar Victoria.
El tiempo pasó y las disculpas de la Iglesia a las víctimas nunca llegaron. Intentos de Sandra y Valentina de contar su historia a las autoridades correspondientes no faltaron. Uno se pregunta cómo es posible que bajo estas circunstancias una persona pueda, con total impunidad, evadir los mecanismos que deberían proteger los derechos de todos. La respuesta más directa parecería indicar que alguien debe haber ayudado con los trámites para agilizar el disfraz y “cuidar las formas” de la institución.
“Creo que lo que dice la Iglesia sobre los pederastas en el clero es todo un maquillaje. Me consta que las denuncias que nosotras hicimos fueron enviadas y no volvieron ni tuvimos respuesta. Y no creo que no le hayan llegado, porque hay gente que está muy cercana a él y se las pudo haber entregado. De hecho, la Madre General está continuamente en contacto con él porque vive en Roma. Ya no espero ni me importa que la Iglesia Católica nos mande un papelito pidiéndonos perdón. Es más, cuando Valentina hizo su denuncia en el Arzobispado de Buenos Aires la atendió a alguien de la mesa chica de Bergoglio y cajonearon el tema”, sentencia Sandra en un claro llamado de atención a la hipocresía discursiva del Papa en relación a los hechos de abusos que siguen ocurriendo.
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El amor es más fuerte
Hoy Sandra y Valentina están casadas gracias a la Ley de Matrimonio Igualitario promulgada en 2010, en el Gobierno de Cristina Fernández Kirchner. “Soy mejor persona cuando estoy al lado de Valentina”, dice Sandra mirando a su compañera a los ojos. La situación trágica que les tocó vivir no solo las hizo crecer de golpe, sino que también las unió con un lazo más profundo que el compañerismo, el amor.
Cuando las denuncias contra Bibiana salieron a la luz, la relación de Sandra y Valentina era meramente profesional. Sandra era civil y Valentina aún monja. Una camisa descosida fue el inicio de “algo más” que más tarde llamarían amor. “Un día Sandra viene a la oficina porque se le había descosido una camisa y tenía que salir a llevar algo al ministerio. Me ofrecí a coserla. Ese fue el primer contacto de más cercanía e intimidad que tuvimos. ¡Yo era una monja! ‘Ay Valen, que maternal’, me había agradecido Sandra. Y de mi lado, cuando volví a la pieza a guardar el costurero me quedé pensando en esas palabras y empecé a ser consciente de que me pasaban otras cosas con ella”, rememora Valentina con un dejo de ternura hacia su compañera.
Esta es la historia de dos sobrevivientes unidas por una experiencia dolorosa que supieron construir juntas una parte de la utopía con la que soñaron de pequeñas.