Beatriz Sarlo trabaja por estos días sobre una autobiografía en la que lo único seguro, dice, es el título, "No entender". Sobre la mesa amplia que hace de escritorio en el departamento estudio de la calle Talcahuano dos pilas de hojas con anotaciones manuscritas, cada una dentro de un folio transparente, dan cuenta de su empresa, donde la operación de entender pareciera funcionar por sobre la de recordar.
"Todo mi movimiento intelectual o mental, o como quieras llamarlo, partió de la idea de no entender -le explica a Télam-. A veces logré entender y otras veces no, quizá logré entender muy pocas veces. Pero para contarte un episodio de mi vida que aparece seguro allí: cuando tenía entre 17 y 18 años vivía en el sótano de una dentista exmiembro del partido comunista, Marta Raurich, y los sábados iba a visitarla, a ella, a los hijos y al exmarido, Héctor Raurich, un filósofo marxista que había roto con el Partido Comunista, que dejó apenas una obra escrita pero que entraba y nos empezaba a dar clase. Fue maravilloso. Tuve mucha suerte".
-Télam: ¿Por qué motivo migrás de la casa familiar?
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-Beatriz Sarlo: Casi no había casa, paso a vivir con una tía que me guarece y me cuida mucho, voy yendo y ya me voy separando. Y entonces paso a esta señora que tenía un aspecto maternal muy fuerte, ya había guarecido a otras personas en ese sótano, con el atractivo de que me vinculaba con una tradición que yo desconocía, la de aquellos que habían sido comunistas y se habían ido del Partido durante Stalin. Esa fue una casualidad extraordinaria.
-T: Una dosis de buena suerte alta...
-B.S: Tenés razón, yo nunca digo que he tenido mala suerte, he tenido muy buena suerte, no me ha agarrado nadie en la dictadura. Por otra parte, hubiera podido caer en la casa de una señora con espíritu maternal que dijera 'pobre chica' y nada más. A esta señora la visitaba su ex marido los sábados, porque estaba su hijo que era periodista y que también empezaba a hablarme de lo que era el periodismo, trabajaba en El mundo, pero las conferencias que daba Raulich los sábados mientras almorzábamos eran de aprendizaje. Y también nos exigía que le leyéramos porque tenía mal la vista. Lo primero que leímos, recuerdo, fue "La muerte de Iván Ilich", de Tolstoi. Yo era muy callada pero descubrió que sabía muy bien inglés y entonces me pidió que tradujera un poema de Pound. Yo leía el poema de Pound y no sabía dónde estaba parada en la página, debo haber hecho una traducción literal, no sé qué hice, por suerte no era un canto sino un poema corto. Pero bueno, yo sentía que podía brindar un servicio a esa persona que me brindaba su sabiduría sobre el comunismo, Stalin, Lenin, el Partido Comunista Argentino, etcétera. Empecé a leer a Pound por ahí, obligada por eso, no hay que saber inglés para traducir a Pound, hay que saber otras cosas que yo desconocía en absoluto: esas son experiencias del no saber, por eso rescato tanto los momentos de no entender.
-T: ¿Ese encuentro con el no saber fue siempre tan ameno?
-B.S: A veces fue más luchador, otras veces más familiar, como fue en el caso de estos Raurich, que me enseñaron mucho en la vida. Pareciera que la gente se dedicaba a enseñarme.
Soy hija única pero no la única prima, mis tías vivían muy cerca de casa y teníamos una relación muy estrecha, eran maestras de la vieja usanza, de las que describe Laura Ramos en su libro sobre las maestras argentinas. Cuando lo leía decía 'éstas eran mis tías'. Vivían enseñando permanentemente, cortabas una rosa en el jardín y te decían 'las rosas no hay que cortarlas así, porque crecen de este lado y el sol viene del otro lado', es decir, vivían en un completo y complejo estado de docencia y si tenían una chica dispuestas a escucharlas imaginate, porque eran unas viejas a las que les encanta hablar, aunque no eran tan viejas, tenían 50 y pico 60. Ese fue un aprendizaje.
Después estaba "El tesoro de la juventud" en el escritorio que me dieron para que hiciera los deberes. Yo llegaba del colegio y en vez de ir a mi casa iba a la casa de ellas, que quedaba al lado, a casa iba solo cuando ya sabía que venía mi padre y otro tío mío. Y había una colección de arte que todavía vi en algunas ferias, "Los museos del mundo", a un tomo por museo, donde vi mis primeros cuadros, que llegaban casi hasta la actualidad. Había un arlequín de Picasso, por ejemplo. Me enseñaron a mirar. Vi un cuadro de Rafael y dije "parece una estampita", ellas me sentaron, me mostraron una estampita, me mostraron el cuadro de nuevo y me dijeron "te vas a dar cuenta que no es una estampita, que las estampitas pueden llegar a copiar este cuadro y así". Era un aprendizaje más bien inconsciente durante una etapa muy larga, si hubiera sido consciente hubiera dicho "no, me voy al patio".
-T: Pero te gustaba, te entretenía...
-B.S: Sí, sobre todo porque me discutían esas cosas. Yo decía "Rafael no me gusta, a mí me gusta Picasso", porque siempre me hacía la snob, "bueno nena, entonces vení, sentate, mirá". Era un ejército a mi disposición.
-T: Como si el aprendizaje y el debate fueran el hogar...
-B.S: Mi hogar no era casi un hogar, no pasaba mucho eso: era la casa de esas mujeres a la cual venía un tío mío que había estado en Forja y entonces me enseñaba la teoría del nacionalismo y a ser anti británica, pese a que yo iba a un colegio inglés. Lo que esa elección le costó a mi madre: empeñar sus pocos anillitos cada seis meses en el banco municipal cuando se pagaba la cuota del colegio, que era carísimo. La que era secretaria de ese colegio, cuando cerró, fundó en Saint Catherine´s.
-T: Invirtieron en tu educación.
-B.S: La decisión era en principio que yo aprendiera inglés no como una extranjera, que fuera lo más bilingüe posible, tenía profesora privada de francés en casa, ahora sería chino. Creo haber recordado la frase, "después tiene un novio que es gerente de un banco británico y se casa", capaz la armé, pero creo recordarla.
Con información de Télam