Larisa Cumin: “Hay que tratar de no controlar la escritura y dejarse llevar un poco”

24 de octubre, 2022 | 13.21

(Por Eva Marabotto) Los recuerdos transmitidos de una madre a su hija y las historias de familias y vecinos que transcurren en un pueblo santafesino se unen para construir en conjunto “El magún”, la primera novela de Larisa Cumin en la que la escritura encuentra el tono exacto de la oralidad y las narraciones que se comparten de generación en generación.

La santafesina, autora de los poemarios “La gran avenida” y “La escapista”, elige para el texto editado por Rosa Iceberg una prosa lírica para componer frescos, retazos, escenas a través de la voz de una narradora que le habla a su madre tratando de entender quién fue ella antes de ser su madre y rescatando junto a su figura la de otros tantos personajes de un pueblo, Santa Clara de la Buena Vista, de rasgos únicos y, a la vez, universales.

“Muchas de las historias te las escuché ahí, de siesta”, recuerda quien narra y luego aclara: “Me contaste las historias que tu abuela te contaba enredando las lenguas pobres que sabía decir, pero no leer”. De esta manera deja bien en claro que su escritura se compone de relatos que se cuentan y recuentan y del registro que la memoria y la oralidad tienen del pasado, y está condensada en el título mismo, “magún”, un término piamontés que alude a la nostalgia que se vuelve angustia.

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Sobre el cruce entre oralidad y escritura y la capacidad de otorgarle a los recuerdos familiares un carácter universal conversó la autora con Télam. A continuación, los tramos principales de la entrevista.

-Télam: La historia transcurre en Santa Clara pero tiene una connotación universal…

-Larisa Cumin: Creo que más bien se trata de un efecto de lectura. Dudo que Santa Clara de la Buena Vista (así es el nombre completo del pueblo de Santa Fe donde se crió mi madre y en el que me basé para escribir) sea igual a todos los pueblos. Tiene cosas muy singulares, incluso tiene hasta palabras propias y formas particulares de nombrar ciertas cosas. Pero parece haber algo de cierto en esa frase “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Cuando hablo de Santa Clara con otras personas que también habitaron en lugares chicos, encontramos similitudes; y me pasa ahora con gente que leyó la novela y me dice que le hizo acordar sus lugares o a su familia.

Quizás se trate de que a la hora de escribir, centrarse en lo particular, en los detalles, en lo íntimo, en lo más chiquito puede dar por resultado hablar de algo mucho mayor.

-T.: La narradora le narra a su madre, ¿busca recuperar su memoria o los relatos se recrean al contarlos?

-L.C.: Se juegan las dos cosas. Para mí de alguna manera la hija que narra hace una especie de tejido con esos relatos. Arma con un material que tenía, que le dio la madre casi sin darse cuenta, otra cosa. Como si tejiera con sobras de lanas y pulóveres viejos una manta nueva, y luego le pusiera perfume y la envolviera en celofán para regalársela a la madre. Y también un poco para sacarse esa historia de encima, o ubicar la historia en su lugar.

-T.: La muerte está presente permanentemente pero de un modo lírico, como en el paso de la vida a la muerte de la abuela, en un sueño. Ni siquiera las visitas al cementerio tienen un tono siniestro y algunas terminan en carcajadas…

-L.C.: Considero que, de alguna manera, la muerte está presente en la vida de todos nosotros, y que eso hace bella y valorable a la vida. Algo de mi forma de experimentar eso se trasladó al texto. Por ejemplo, mi mamá siempre intentó que no le tuviéramos miedo a la muerte ni a los muertos, nos familiarizó con eso. Yo puedo sentir afecto por la abuela de mi mamá que es una mujer que no conocí, que se murió cuando ella era chica, pero que de alguna forma siempre siguió estando presente en su vida. No porque no exista ahí un duelo realizado, sino porque algo de ella perdura en mi madre, y en mí y en mi hermana y en mi hijo. Y no hay algo siniestro, ni perturbador en eso.

De hecho, la novela empieza en el cementerio de Santa Clara que siempre fue como una atracción para nosotras cuando éramos chicas, era un lugar al que íbamos a pasear cuando estábamos de visita en el pueblo. Es un cementerio lindo, pequeño, cuidado, lleno de flores, con mucho sol. Para nada tétrico. Fui muchas veces desde muy chica, con diferentes personas de mi familia y me la pasaba haciendo preguntas, cada uno imprimía ahí su forma de sentir y de narrar. Más que ser un lugar triste, es para mí un lugar cargado de historias y de amor.

Por otro lado, al escribir trabajé para evitar el golpe bajo, para mí hay que esquivar esas sensaciones que pueden acorralar al lector y hacerlo sentir una única cosa, tristeza, por ejemplo.

-T. : ¿Cuál es la estructura de esta novela armada de fragmentos, de recuerdos recontados ya que muchos de ellos comienzan con “que”, como recreando un relato en discurso indirecto?

-L.C.: La estructura es lo fragmentario de la oralidad y de la escucha. No hay un único nudo narrativo de la novela, sino que más bien se trata de pequeños nudos narrativos y poéticos (si es que tal cosa existe) de cada fragmento en sí mismo. La narradora cuenta lo que escuchó sobre lo que pasó antes de que ella exista. Cosas que le contaron de forma desordenada a lo largo de su vida, su madre sobre todo, pero también otras personas. Y que de alguna manera trata de ordenar para poder decir y poder quizás entender quién era su madre antes de ser eso: madre. Es un tema que charlé mucho con mi editora, Marina Yuszczuk. Yo le planteaba que había algo de lo que en psicoanálisis se llama “la novela familiar”, y llegamos a la idea de que en “El magún” hay algo de la estructura de la telenovela de la tarde. Relatos de amor que quedan inconclusos, personajes que ingresan, hacen lo suyo y no vuelven a aparecer; un poco como la vida misma.

-T.: El título “El magún” marca el tono del texto, ¿es una elegía, una novela nostálgica?

-L.C.: Podría ser, pero creo que la novela no se queda en el magún. Lo atraviesa, es cierto, pero trata de hacer algo con eso. Justamente porque en el magún, en ese mal piamontés como le dicen, no se puede hablar, es un sentimiento que “te agarra”, que te angustia tanto que te inmoviliza y silencia. El magún de alguna forma es algo con lo que lucho, y con lo que tuve que luchar para poder escribir. Buscando la etimología de la palabra, se dice que Magone (hermano de Aníbal, el terrible) fue un hombre que invadió y arrasó con Génova; y que las mujeres que sobrevivieron a ese ataque cuando se sentían mal por lo que habían vivido empezaron a decir: “Tengo un magún”. Un sentimiento que aparece cuando ya no se puede hacer nada, pero que te sigue arrasando internamente. Es una palabra muy fuerte, y tiene algo de fantasma, sobre todo porque es parte de una lengua perdida en mi familia, y que viene también de una tierra perdida.

-T.: ¿La escritura sirve para hilvanar los recuerdos?

-L.C.: Sí, hay muchas cosas que yo no sabía que recordaba, momentos que comenzaron a brotar cuando escribía. A veces, la escritura sirve para tirar el hilo, pero para eso hay que tratar de no controlarla tanto y dejarse llevar un poco. Cuando empecé a escribir sentía que había mucho ahí pero no sabía bien del todo qué o con qué me iba a encontrar. Tenía en principio una voz y cierta idea, pero no mucho más. Y tuve que persistir. Con todo lo que fue apareciendo luego trabajé para reordenar, recortar, pulir. Corregir es la mitad, sino más, de la escritura. Además de recordar, la escritura también me sirvió para inventar y para poder surfear en lagunas de la memoria y sustituir algunas cosas a mi antojo.

-T.: Quizás por ser relatos recontados, las historias mantienen un registro oral “da cosa” en lugar de “da miedo”, por ejemplo. ¿Trabajaste especialmente sobre el léxico?

-L.C.: Sí, si hay algo en lo que trabajé, más que en léxico en sí mismo, es en el sonido de lo que se dice y se escribe. Escribía y leía en voz alta y corregía así, leyéndome. Es decir, no salió solo de mis dedos esta escritura, salió también de una escucha de mi propia voz leyendo. Y de una voz que se armó con retazos de otras voces. Y es la voz de una hija que le cuenta a su madre lo que le contó. Si bien por ejemplo la expresión “da cosa” me parece muy imprecisa como sentimiento y decidí sustituirla en otras partes por una palabra más definida: miedo, impresión, asco. Algunas veces la deje porque efectivamente sí, esa es una expresión que reconozco de mi lengua materna. Y de alguna manera además de una historia quise escribir esa lengua.

Con información de Télam

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