El escritor, poeta y docente Eduardo Romano compartió con Jorge Lafforgue, el periodista, editor y crítico literario fallecido el 6 de enero pasado, décadas de debates literarios, tareas de edición, escritura y lectura que intenta recuperar a modo de evocación y homenaje a quien definió como "un promotor cultural permanente y sin retaceos" en un texto escrito para Télam.
(Por Eduardo Romano). ¿Cuándo nos conocimos? Fue una pregunta que, no hace demasiado tiempo, le formulé a Jorge, charlando en una confitería cercana a su casa, porque ya su movilidad estaba reducida. No lo recordábamos exactamente, pero seguro fue en los corredores de Filosofía y Letras (Viamonte al 400) a comienzos de los 60.
Comenzamos a reunirnos en su oficina; era jefe de redacción de la Revista de la Universidad de Buenos Aires, a la cual lo había incorporado, y donde impresionó por su formación al director de la publicación, José Luis Romero.
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En un momento el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras fogoneó una cátedra paralela de Literatura Argentina a cargo de Noé Jitrik, quien entonces enseñaba en Córdoba y tenía poco contacto con el alumnado porteño. Convocó a Lafforgue (colaborador de su libro sobre Horacio Quiroga de 1959) y yo acerqué a Alberto Szpunberg y Andrés Avellaneda.
Ernesto Schor, otro ayudante de la cátedra, comentó que en mi artículo "Fábula y relato en un cuento de Benito Lynch" (1968) donde pretendía mostrar contradicciones que Güiraldes (según mi Análisis de Don Segundo Sombra, 1967) había conseguido neutralizar, extremaba el contacto entre conciencia de clase y estructura sintáctica en la escritura lyncheana, algo que Jorge admitió, pero señaló las diferencias con la lectura ingenua o simplificadora que hiciera el comunista Roberto Salama, en un volumen sobre Lynch de 1959. Me transmitió un margen de aceptación y de confianza que uno, en sus comienzos, necesita.
Y la redobló llamándome a colaborar en el volumen "Nueva narrativa latinoamericana" (Paidós, 1972) que compilaba y prologó, junto a críticos como Ludmer, Gregorich, Delgado, Dottori. No era la zona de conocimiento en que me especializaba, pero sugirió que releyera a Agustín Yañez.
Con ese consejo, me dediqué a buscar lo novedoso y lo supérstite en su novela "Al filo del agua" (1947) en coincidencia con lo que él afirmaba en su introducción (La nueva novela latinoamericana) al volumen: la mezcla de "viejas y nuevas fórmulas". Tres años después, el segundo volumen del mismo título, dedicado a "La narrativa argentina actual", le permitió precisar aún más la cronología que justificaba lo de "nueva", otorgándole un papel decisivo al lapso 1940-1955 y a cruces con los procesos sociopolíticos. Ahí inicié un diálogo con la narrativa de Haroldo Conti que perduraría.
Durante los "años de plomo" y la pérdida de cargos docentes, me ofreció leer originales para la editorial Losada, donde era asesor literario. Cuando todavía el terrorismo cívico-militar no había terminado, desde 1979, y hasta el retorno de la democracia, me propuso o le ofrecí prologar diversos autores europeos para la Biblioteca Básica Universal que él dirigía en el Centro Editor de América Latina.
Siempre con las mismas tareas de editor responsable, participó de la construcción del volumen Medios de comunicación y cultura popular (1983) con artículos ya publicados o inéditos de Ford, Rivera y míos que se remontaban a 1971.
Tuvo particular interés por los escritores de la otra orilla, que comenzó por Florencio Sánchez y la dramaturgia rioplatense, se desplazó hacia Horacio Quiroga, acerca del cual publicó finalmente una Introducción biográfica y crítica (Castalia, 1990) imprescindible.
Tuve la dicha de que, aquella pasión "quiroguiana", que en parte le debía y despuntara ya en un fascículo que escribí para la primera edición de Capítulo de la Literatura Argentina, en 1969, la tuviera en cuenta para que colaborara, hacia 1995, en la completísima edición crítica de Todos los cuentos (Colección internacional Archivos, 1996) y para la cual escribió una sagaz "Actualidad de Horacio Quiroga" y una exhaustiva bibliografía.
Poco después sucedió algo similar con otro tomo de la misma colección, el dedicado a "Adán Buenosayres", que preparaba con Fernando Colla, y donde se hizo cargo del "Estudio filológico preliminar" con su habitual minuciosidad: ediciones y manuscritos, fijación y transcripción del texto y sus variantes, notas y comentarios del propio autor. Nuevamente me dejó proponerle algo: una relectura de la poesía marechaliana hasta 1948 y su incidencia de lo poético en esa novela.
En ese momento tuve la única oportunidad de corresponder las numerosas oportunidades editoriales que me había proporcionado al reeditar, ampliada, aquella inestimable antología del policial ya mencionada, en la colección Signos y Cultura que dirigía yo en Colihue. En 1997 extendió esa tarea recopiladora, siempre prologada, con "Cuentos policiales argentinos" (Alfaguara, 1997).
El siglo XXI nos sorprendió arribando a la tercera edad, Lafforgue seguía implacable con sus tareas, ahora en Alianza editorial, y decidió convertir en libro un número de la revista venezolana Nuevo Texto Crítico, que había organizado con Jorge Ruffinelli, dedicada a Rodolfo Walsh y donde también colaboré.
Esa capacidad de amalgamar posiciones divergentes acerca de un tema polémico caracteriza las dos recopilaciones que siguieron, en 1999 y 2000. Aquélla, editada por Alfaguara, es "Historia de los caudillos argentinos" y en el prólogo destaca su permanente preocupación por los lectores, por brindarles el "relato múltiple de una historia que aún late en nuestros días". La inicia Halperín Donghi y la cierra Fermín Chávez, como una verdadera metáfora de divergencias historiográficas.
En 2005 completó aquel Cuaderno del 89 con entrevistas, presentaciones, ponencias, artículos, sobre Rozenmacher, Correas, Masotta, etc. Esa "Cartografía personal. Escritos y escritores de América Latina" me incita a señalar que, a pesar de su condición de maestro en relaciones públicas y concitador de acuerdos, explotó airado cuando lo sintió necesario.
Como en la confesión autobiográfica, "Acontece que soy Bahiano" donde recuerda que viajó a Brasil luego de leer y hacer traducir casi toda la producción de Jorge Amado. En San Pablo, intelectuales brasileños pasaron de "los comentarios adversos" al "inequívoco desdén" y rebatió el ataque, aunque estaba invitado, porque calificaban la escritura de Amado de "desprolija, irregular e incorrecta".
Tuve el privilegio de asistir a otra similar en 2003, en el Congreso de Literatura Argentina en la Universidad Nacional de la Patagonia Austral, donde leyó "Crítica e historia. Una respuesta a Jorge Panesi" quien se había ocupado de sus entrevistas a críticos. Para Panesi habían respondido a todas las cuestiones desde la "teoría de la dependencia" con notable "ingenuidad conceptual".
Lafforgue respondió que la noción de cultura dependiente no había sido unívoca, "tomó múltiples direcciones", porque los "nuevos críticos" enarbolaron "las banderas de la (in)dependencia, de la latinoamericanización y de la cultura popular" desde diversas posiciones. Reivindicaba una manera de leer literatura sin subordinarse a teóricos europeos, de manera propia, sincrética, y con una novedosa apertura a la dimensión comunicacional.
Volvió a su vocación de antologuista pedagógico con "Explicar la Argentina. Ensayos fundamentales" (Taurus, 2009), y con la erudición de repasar la condición del ensayo desde fines del siglo XVI, en Europa, y su vigencia americana a partir de las cartas colombinas y los cronistas de Indias. Dotado de una generosidad que referí a mi caso particular, lo distinguió asimismo un respeto permanente por el lector, en tanto inveterado editor, prologuista, entrevistador, comentarista o crítico. Su bonhomía y humor personales los disfrutamos todos sus amigos, que somos múltiples y variados, y también sus alumnos en las Universidades de El Salvador y Lomas de Zamora. Fue un promotor cultural permanente y sin retaceos, al cual no va a ser fácil reemplazarlo.
Con información de Télam