(Por Dolores Pruneda) Cocina tumbera es un libro en dos tiempos, el del encierro carcelario y el de un jardín en conurbano donde el autor de esas recetas, un exconvicto conocido, Pedro Palomar, asiduo en festivales de novela policial con obra propia, actor de obras de teatro montadas en algunos de los centros culturales más icónicos del país, defensor de reclusos que piden su libertad, charla con Fernanda Mejía, quien escribe sobre ese pasado culinario mientras sirve a su mesa nuevas recetas, hechas de pura inventiva, casi con lo que no hay, concentradas en el sabor y alejadas de pretensiones esteticistas.
Las recetas son resultado de días y días de encuentros y charlas, de repasar qué hacían para sentirse un poco bien y que la psiquis sobreviva. "La comida que te da la cárcel es muy mala -dice Mejía-, tiene que ver con la pérdida de derechos en general y la inventiva que aparece en la ranchada, cocinar tu propia comida con lo que te llevan los visitantes para cubrir el déficit carcelario, te devuelve la condición de sujeto y de derecho al goce, si querés".
El libro editado por Sudestada está centrado en Pedro Palomar, niño de la calle que pasó 30 de sus 65, 70 años preso, desde que lo designaban con números en las cárceles de la dictadura hasta cuando la educación primaria se volvió obligatoria y más. No volvió a estar preso desde 2004. Lo escribe Mejía, una comunicadora social y amiga de Palomar. Los personajes son gentes de esos entornos: los guaraníes Chaque che, que quiere decir cuidado, y Pirayagua, que significa pez perro; Caballo Medina, uno de los presos acomodado Pabellón 3 de Devoto; el Vikingo Pérez, al que sólo Pedro llamaba La Viki, compañero de cocina y mariscada en Gallegos.
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El exconvicto ya había escrito "Mi vida como ladrón" (Planeta). Le gusta decir que de ahí sacó Ricardo Darín su personaje para la película "Nueve reinas". La industria romantizadora lo presentó como "el último ladrón de guante blanco", advirtiendo con pacatería absolutoria y tranquilizadora que "nunca mató a nadie" pero que cada vez que pensaba 'yo no nací para pobre' organizaba el próximo golpe. Entre las recetas publicadas por Sudestada hay un 'asadazo' con amigos que comparten carne, vino y achuras con un empresario engrilletado a su mesa, el que negocia su cabeza por la de su esposa y 'la deja matar' porque no paga el rescate. Luego denuncia a Pedro y a su compañero como parte de la banda de secuestradores y los termina mandando presos otra vez.
Esa anécdota lo devuelve a Corrientes donde cree que nació, según los cálculos, hace más de 70, 75 años. Difícil saberlo. Apenas nacido fue entregado a una familia de gauchos de los Esteros del Iberá y hasta los seis lo llamaron Peti. Sin nombre, sin apellido. Fecha de nacimiento, nunca. Lo buscó su madre a esa edad, que cree serían los seis años, viajó con él a Buenos Aires y el día que llegaron se perdió en Retiro. Terminó en los túneles del subte Línea C, pasó por un noviciado en Recoleta, lo detuvieron montones de veces, pasó preso 30 años. En el medio hubo liberaciones, como la de sus 25 años aproximados, cuando viajó a Europa y robó poco. "Preferí las tardes por el Siena", dice Pedro. La última liberación fue definitiva, absuelto tras siete años preso por un asesinato sin cadáver.
Ahora es compañero de Delfina, otro personaje de esta historia sobre comer y hacer comida, activista afroamericana de San Telmo con hijos adolescentes que merodean con sus mascotas y amigos la confección del recetario que llevó adelante Mejía (Buenos Aires, 1984) y que comparte en talleres literarios con exconvictos. En el primer libro que escribe en un registro realista que podría encolumnarse en la autoficción, ya había publicado cuentos infantiles, hay fideos cortados a faca y gato estofado por la pura dura justicia tumbera: robarle el compañero al preso amenazante y solitario, desintegrado con la desintegración de lo que es la totalidad de su red afectiva en el encierro.
Hay ostras que cuece El Viejo Nacho con parmesano en el pabellón porteño de los 'jailafers', langostinos confiscados y experimentales, birlados al casino de oficiales de Río Gallegos, disimuladas las cajas vacías con pescado común hasta que se descubre el engaño y los sospechados del truco terminan por días en el buzón: mojados, golpeados, encimados uno sobre otro. Cada plato es producto de la ranchada, la comida que los familiares o quienes los visiten en la cárcel les acercan. "El goce está puesto ahí, la viandas carcelarias están hechas para lo contrario al goce, incluso lo contrario a la nutrición", dice Mejía.
-Télam: ¿Cómo surgió "Cocina tumbera"?
-Fernanda Mejía: Con Delfi soy amiga hace 18 años, nos conocimos del candombe de mamás con su bebé recién nacido, no sé, tenía 20 días y yo estaba a dos meses de parir. Su pareja era uruguaya, la mia colombiana, toda mi familia es peruana pero yo soy argentina, nacida en CABA, y mi hijo y el de Delfi se criaron juntos, en esa militancia por los los derechos de los afrodescendientes, y ahora son mejores amigos. Así empezó la amistad. Años después Delfi se separa, es una persona muy inteligente, poco romántica, cabeza fría... y un día me cuenta que se enamoró, por eso le creí y quise conocerlo. Era Pedro. Llevaba unos ocho años fuera de prisión más o menos cuando se conocieron, una persona de gran corazón, un tipo muy bueno y muy noble. Me abrí a conocerlo y bueno, lo quiero un montón. Hace un montón de años que somos muy amigos, somos familia. Tal vez él no se dio cuenta todavía, pero para mí tiene la misión de liberar a las personas que están queriendo salir del mundo delictivo. Puede decirles yo pude, ustedes pueden.
-T: Hay un taller literario donde trabajás el libro.
-F.M: Un taller que mezcla literatura y gastronomía en un centro de atención y asistencia comunitario para personas en situación de calle y adictos en recuperación por la Zavaleta, la Villa 21-24 que está entre Parque Patricio y Barracas, donde hay muchos exconvictos. Cada uno elige el plato de su vida, el que le trae un recuerdo que le llena el corazón, les muestro el video de "Ratatouille" y después desarrollan la anécdota detrás de esa receta. Les cuento la historia de Pedro y él nos visita, para que puedan ver que alguien real, de carne y hueso, se rehizo.
-T: ¿Pensaste mientras escribías en quiénes iban a ser los lectores de este libro?
-F.M: Sí, mi interés es dar este taller en cárceles, la tumba, donde hacer se vuelve muy rudimentario porque no tenés las condiciones y hacés con lo que hay: el palo de amasar, un trozo de escoba; el vino, la papa fermentada, el pajarito.
-T: Hay realidades muy distintas dentro de la cárcel respecto a la alimentación.
-F.M: La comida que te da la cárcel es fea y de mala calidad, tiene que ver con la pérdida de derechos más allá de la libertad que pierden por haber delinquido. En el taller chicos que estuvieron presos me contaban que a veces mueren de hambre o les dan cosas que no saben qué son; y un docente me compró dos libros para leer con sus alumnos de la cárcel de Córdoba, que viven en situación insalubre y sin acceso a medios. Después está la comida de ranchada, esto que los presos arman para comer ante el déficit del penal.
-T: Hay una narrativa de la crueldad donde nutre más el gesto de cocinar que la comida en sí. La cocina no cura pero salva, mantiene con vida, tiene un valor simbólico central.
-F.M: Pedro trazaba muchos lazos de amistad a partir de la comida. Cuando cae en Corrientes le tocan como compañeros dos homicidas que terminaron siendo rebuenos con él y ese lazo se declara cuando le cuentan el secreto de cómo cocinar anguilas. La cocina aparece como símbolo de muchas cuestiones identitarias. En Devoto había gente de mucho poder adquisitivo, viajada, con un paladar muy gourmet que arma una suerte de concurso culinario. Cada capítulo es un plato.
-T: Pero no hay solidaridad en esos platos, las recetas acompañan una trama de supervivencia.
-F.M: Supervivencia y reciclaje con los que ranchan con vos, siempre está esa cuestión de la puja por los recursos. Es una cocina en la que se ven diferentes cosas, lo que quisimos rescatar fue la historia de Pedro y siempre algún personaje, como Tormenta, que nació en la cárcel y parecía más cómodo en los hogares a los que lo mandaban que en libertad. Es la historia de la receta, cómo se elabora el plato, pero también de superación dentro de situaciones tremendas como la marginalidad y estar privado de la libertad. El otro día en el taller les contaba a los chicos que Pedro de chico se bañaba en la fuente del Congreso.
-T: El libro va contra la cuestión esteticista de la cocina, disfrazar los ingredientes está vinculado al disimulo, lo importante es el sabor.
-F.M: Con Pedro sigue existiendo eso. El otro día en un cumpleaños veo un frasco que decía berenjenas en escabeche, pero no eran y como cocina tan rico lo comí igual, pero era una salsa con alcaparras nueva que estaba haciendo. Está la trampa siempre, el engaño, es como confiar y desconfiar al mismo tiempo. Tengo un puesto de libros en Plaza Serrano, donde hay mucho turismo y muchos cocineros de otros países me dicen que van a hacer las recetas. Les resulta súper interesante la parte identitaria y cultural de la ranchada, esa comida que les devuelve la condición de sujeto y de derecho, si querés, al goce.
Con información de Télam